EMETERIO .- # 11 .-
Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos.
No es que le hubiese ido mal en la vida, ¡ que va ! Hombre, puestos a pensar detenidamente un sujeto de su edad debería estar esperando el fin de semana a que sus hijos viniesen a comer con él, o al menos los domingos y contarse esas cosas que realizan las familias y tal. También de seguir por esa cuerda, cada mediodía cuando saliese del banco encontrarse un tupper de comida en la nevera y tal vez Eugenia esperándole; hacer algún plan para la tarde, ¿Quién sabe? Antes fue así, pero ahora…
Emeterio ahora
está solo y no sabe muy bien si por decisión propia o ajena. Quizás como
siempre, la vida decide lo que tú decidiste no decidir, y en ese juego de a
veces gato y otras ratón, se encuentra con 60 palos como él dice, jubilado
previamente estas pasadas Navidades en esas cosas que ahora se llaman ajustes
de plantilla. A fin de cuentas y a medida que pasan las semanas se va
encontrando mejor y adaptándose a su nuevo formato.
Cuando era
estudiante, allá en Arriondas, un verano entró de lo que entonces se denominaba
“botones” en el Banco Central, y como lo hizo bien, más por miedo a su padre
que le insistió al director de que el chico era buen estudiante, entre eso y
los cuartos de las vaquerías paternas que daban el sustento a la familia, todo
su capital estaba en dicha entidad. El caso es que Emeterio cumplió, tanto y
tan bien, que al finalizar septiembre lo cogieron de interino y así hasta la
mili. Al regresar, ya licenciado y con la “blanca” en el bolsillo, lo
trasladaron a Oviedo. Mucha ciudad para él, pero se espabiló lejos de los ojos
familiares y sobre todo de aquellos que le habían visto crecer y para los que
siempre sería Emeterín. Hasta que un día, después de 5 años y dos ascensos en
la sucursal, surgió el poder cambiar de destino. ¡Y qué cambio ! nada menos que
a la sede central de Madrid. ¡ Venga, tú puedes, eres joven, listo, preparado,
nosotros… ! Eso le decían sus compañeros un día sí y al otro también. ¿ Qué
perdía, qué tenía ? Ni coche, ni novia a la vista, todos los días iguales y
algún fin de semana por no quedarse solo en la ciudad iba al pueblo, casi peor,
pues las tareas en el campo son duras y tanto el sábado como el domingo
madrugaba, pero por no dejar solo la faena al padre…
Aceptó, y Emeterio
se quedó aquel verano sin vacaciones pero en julio estaba en Madrid, en una
pensión de la calle Valverde junto a la Gran Vía y cerca del lugar del trabajo.
¡Y joder, aquello era otra historia! Su apego y acento asturiano le delataban,
pero antes de que llegase el puente del Pilar ya se atrevía a salir solo de un
sitio a otro, a no coger el metro ni el autobús, sus piernas fuertes, sus
pulmones limpios, su fortaleza norteña le obligaban a ir andando a cualquier
sitio. Y comenzó a saber de mujeres, de pasear por las calles esas tardes en
que no tenía nada que hacer hasta el día siguiente, hasta que Eugenia,
dependienta de los almacenes Arias de la calle La Montera iba a su sucursal
todos los días y a veces en dos ocasiones y poco a poco, él, que estaba en
ventanilla junto a otros dos compañeros, la fue atendiendo; y cuando por la
fila no le tocaba, sus colegas sonreían y se daban de codazos y acababa siempre
atendiéndole él. Ella iba con dinero a ingresar y aquella rutina se convirtió
en coqueteo y a las pocas semanas en un noviazgo de los de antes. Ella normal,
muy del Foro, aunque sus padres
emigraron desde Extremadura en los 60, pero nacida en Madrid; él serio, a veces
un poco estirado. A Eugenia le hacía gracia tanta formalidad, le recordaba a sus
abuelos del pueblo, gente de paz y de palabra, un gesto bastaba… Emeterio era
así.
Los horarios los
compaginaron. Bueno, era sencillo, él tenía las tardes libres y ella salía
sobre las 20.00 horas, más o menos, dependiendo de los puentes y las famosas Navidades
que eran un jolgorio y acababa derrotada. Pero él siempre la esperaba en la
acera de enfrente, a veces lloviendo con un paraguas, otras en la terracita del
bar al lado del trabajo cuando el tiempo acompañaba. Así durante un año y
medio, salvo que Emeterio fuese a Arriondas algún fin de semana; los domingos, esos sí, eran para ellos solos.
Comía con los padres, hermano y dos hermanas de Eugenia, la mayor ya casada y
muy preñada, allí, todos juntos y apelotonados en el salón-comedor familiar
presidido por fotos de la boda de los progenitores de su prometida, alguna foto
de comunión y una acuarela de la Plaza Mayor del pueblo de origen, donde cada
verano, se desplazaban unos días en las fiestas patronales de agosto. Luego
Emeterio y Eugenia muy juntitos y agarrados de la mano salían rumbo al metro,
esa vieja estación de Carabanchel enfrente del Hospital Militar hasta la Gran
Vía, y una vez allí paseaban hasta el Retiro, o iban al cine, o se sentaban en
alguna terraza y hacían planes : o sea, que se casaban. Ese era el horizonte,
si no es por ella, todavía llega virgen al matrimonio, hasta que alquilaban una
habitación por horas y aquello se le hizo insoportable hasta el siguiente
domingo y así, poco a poco, pasó el escaso tiempo que iba desde que vino de
Oviedo a Madrid y se encontró con un alquiler de un inmueble en la calle
Camarena, 3º sin ascensor, cogiendo a las 07.30 el metro hasta el trabajo de
lunes a viernes; Eugenia entraba más tarde pero a los pocos meses con más peso,
engendraba en sus entrañas a Jacinto y 20 meses después a David, y así
transcurrieron semanas, meses y años.
Hasta que
almacenes Arias cerró en septiembre en 1997. Eugenia era una de las 20 últimas
empleadas que allí estuvo. Y permaneció hasta el cierre, lloró, pero se quedó
sin empleo y ahora sí, era lo que nunca había querido ser, como su madre, con 2
hijos adolescentes con el pelo largo y algo heavys, pero eran suyos, con un
distante Emeterio, algo taciturno pese a ocupar el puesto de Interventor, que
había vivido la absorción del Central por el Hispano Americano y unos años
después por el Santander, pero él había mantenido el puesto, menos mal. Igual
que ella, con el bachiller había llegado lejos, pero agobiado por las cuentas:
siempre los jefes querían más y Emeterio se había ido metiendo en él mismo,
como la tortuga que ante el peligro esconde la cabeza tras el caparazón.
Un día se dieron
cuenta de que ya no se amaban, o más sencillo, que sólo compartían piso, dos
hijos que eran unos desconocidos y hacían la guerra por su cuenta y algunos
conocidos que nunca llegaron a la categoría de amigos con los que tomarse unas
cervezas y poco más.
Cambiaron de
inmueble, de hipoteca y vendieron el último coche que no utilizaban, Emeterio
siempre se ponía nervioso conduciendo por la ciudad, a Eugenia no le gustaba y
las salidas largas las preferían en avión hasta Oviedo y poco más. Cuando el
hijo mayor comenzó salir y a coger el
vehículo les entró el pánico a un accidente, ya se sabe los jóvenes… eso que
ellos creían que nunca habían sido; Emeterio decidió venderlo y se acabó la
función.
Pasaron algunos
años hasta que Eugenia casi vivía más en casa de sus padres, ya mayores,
cuidándoles, que en la suya. Emeterio comía siempre solo al llegar del banco,
los chicos ya con sus trabajos y a punto de independizarse del todo. Decidió
divorciarse, que se quedase con el piso ella, él volvería para el centro, nunca
le gustó Carabanchel, echaba de menos el bullicio y las luces de neón, aunque
sólo fuese para observar. Y así lo hicieron. Y no hubo gritos, ni lágrimas,
simplemente la vida…
Le fue poseyendo
un sentimiento de derrota, de pertenecer a una generación que no supo llevar a
cabo sus ideas. Cada día lo tenía más claro en su trabajo de Interventor. No
había corazón en las finanzas: los desahucios, los embargos, los cortes de luz,
la falta constante de crédito a empresarios autónomos que jamás habían devuelto
un solo recibo, limpios, pero que ahora por órdenes de “arriba” no se les
otorgaba nada, ni siquiera podía soportar los desalmados intereses que se les
cobraban. Ya no recordaba cuando firmó la última aquiescencia de un préstamo a un
particular que sólo lo deseaba para ampliar estudios a algún hijo que se iba al
extranjero a realizar un master, un complemento a su formación. Ya no se daba
nada para excursiones más ligeras : vacaciones exóticas, reformas del piso o
local, coche nuevo…
Todo le fue
influyendo como gotas de agua persistente sobre su cabeza que sin llegar a
aguacero le hizo una avería en su alma. Rechazó diversas propuestas, hasta que
en los dos últimos años decidió que la próxima vez no dejaría escapar la
oportunidad. Cuando el ERE llegó, insistió en acogerse a él, no aguantaba más,
deseaba una nueva vida, él, agnóstico convencido, de que aquí y ahora, de que no
hay nada más.
Solvente con su
paga de jubilado privilegiado, su finiquito considerable y con una bolsa interesante
en un Fondo de Inversión, decidió quemar todas las naves. Reunió en el salón a
la familia y le explicó su nuevo rumbo, sólo les informaba, no deseaba discutir
su decisión, si acaso cogería “observaciones ”, pero nada más. El silencio que transcurrió desde que
dejó su monologo hasta que se levantó y salió a la calle fue esclarecedor, no
sabía si el que callaba otorgaba o no tenía alternativas que ofrecer. El caso
es que decidió.
Si sintió como la
URSS, de que era un intento fallido de crear una civilización alternativa. De
que parte de lo que había dedicado su existencia no tenía un gran valor. Bueno,
bien, crió y educó a sus hijos con una formación que hoy, si es que eso tiene
algún valor, les daba su sustento y su independencia, o al menos eso creía
creer.
Buscó vivienda
durante meses cuando tuvo claro que a finales de año dejaba su puesto en el
banco. Hasta que algo excitado al comienzo, y desubicado y cansado al inicio
del otoño, decidió ir a una inmobiliaria que le resolviese el engorroso tema de
tener que buscar, llamar, quedar… No le defraudaron, a los pocos días su móvil
se llenó de llamadas para concretar visitas por la tarde y ver inmuebles que se
le ajustaran a su precio y deseos. No fue caprichoso, en pocas semanas concretó
un ático en una 4ª planta en la Avd. de Pablo Iglesias : 2 habitaciones con 2
baños, un hall seguido de un pasillo y una terracita de 30 metros. Lo curioso
que lo único que le inclinó a decidirse por su compra fue que el dormitorio
principal poseía un vestidor grande, espacioso; Emeterio, que el único vicio
que tenía era la ropa : más de 20 trajes de invierno y otra media docena larga
de verano amén de múltiples complementos en cinturones, corbatas, zapatos, etc.
Eso y que la vivienda era nueva, que podía pagarlo en efectivo, no se iba a
meter en hipotecas a su edad, que le gustó, cómodo, funcional, no céntrico,
pero no apartado, discreto, portal confortable y aparentemente los vecinos cada
uno a lo suyo.
Así comenzó el año
después de pasadas las Navidades y los Reyes, que por respeto familiar estuvo
en la residencia de muchos años. Apenas una semana más tarde se encontraba en
su acogedor domicilio, sin nada que hacer, pasear y conocer el barrio, comer
aquí y allá y algún día hacia algo de compra. En los días siguientes amuebló
discreta y modestamente la habitación, nada, apenas dos cosas, con el vestidor
y varios armarios empotrados en el otro cuarto y en el pasillo, le era
suficiente. Ni siquiera había quitado el plástico que envolvía al microondas y
el de la lavadora, que ni cuenta se dio que le entraron con el piso, apenas
sabía qué había en la cocina, espaciosa, luminosa, dando a un amplio patio
vecinal donde existía un tendedero. Cayó en la cuenta de cuestiones pueriles,
reales, como que no sabía poner en funcionamiento dicho aparato, ni qué
detergente utilizar , ¿ blanco, color ? ; y ya puestos, mucho menos planchar.
Emeterio es
pragmático, así pues no pasó de esa tarde se fue al Mercadona de su barrio y en
el interior, sobre un panel escudriñó varios anuncios de personal ofreciéndose
a trabajar: asistentas, pintores, arreglos de casa…empezó a arrancar cartelitos
colgantes con números de teléfonos de domésticas. Marcó uno desde su móvil, y
una voz de mujer sudamericana le atendió.
Resuelto el asunto
compró una nevera y un televisor de plasma con toda la parafernalia del Digital
Plus y un butacón; y sus hijos, sabedores de los gustos de Emeterio, le
regalaron un ordenador portátil, Toshiba última edición. Su vida marchaba como
quería por ahora.
Se compró unas
deportivas y se iba a caminar por las mañanas a la Dehesa de La Villa. No
perdió la costumbre de madrugar, aún no se podía acomodar su cerebro a no
despertar a eso de las 06.30, así pues no era un hecho extraño que a esa hora y
sin saber qué hacer, sacase del cesto de la ropa sucia que tenía en el
tendedero de la cocina y pusiese una lavadora mientras se vestía con un ligero
chándal, gorro, braga al cuello para amortiguar el frío del invierno, guantes y
se largase desde su casa a la Dehesa de la Villa, con apenas unos deportistas
trotando por sus pistas. Al llegar a su domicilio y mientras se cruzaba con los
vecinos que iban a sus quehaceres, Emeterio se metía en la ducha y se preparaba
un suculento desayuno. Luego tendía la ropa y el resto del día era suyo.
Empezó a pasar las
mañanas en el Corte Inglés de la Castellana, en el Fnac, a ver ropa y a ojear
las estanterías de las películas de DVD. Intentó ganar la apuesta consigo
mismo, aquella que dice que el placer se consume hasta que un médico te
encuentre algo en tu interior, ese cuerpo que sabe que un día le traicionará
pese a que ahora va regularmente al urólogo, se hace analíticas anuales.
Llegará un instante, quizás fugaz, en que le anestesien el cuerpo con necrosis
órgano a órgano, que le quemen las alas, el amor propio, que le cierren los
ojos y le arrojen al fondo del pasillo. Pero por ahora eso no asoma en el
horizonte. Ha conocido a Sara, una scort brillante y sencilla que visita una
vez por semana. Sabe, y lo sabe muy bien, que las moscas jamás engañan con su
mirada a la araña y que la vida va siempre vestida con su estupenda pinta de
malas noticias.
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