DE BARRO Y CORTA HILOS - I -





 Era un niño normal con circunstancias excepcionales. Sus padres vivían una segunda luna de miel mientras él se criaba con sus abuelos maternos y algunos tíos. Pasaba temporadas en el campo charro, rodeado de toros bravos, albas llenas de rocío que inundaban las verdes praderas otoñales, ese olor, ese sabor; flores, animales de granja tipo gallinas y algún gallo picón y altanero, chulo y soberbio, que para eso era el macho del harén gallináceo. A veces ponían huevos en sitios inverosímiles de recoger por cualquier humano con estatura normal, así pues le tocaba al niño entrar arrastrándose como un marine hasta coger con cuidado el embrión y regresar sin darse la vuelta, el asunto era que no se rompiese el cascarón en la mano, al margen del disgusto, se ponía hecho un cristo, las manos pegajosas y los dedos pringosos.  Había más cosas interesantes, era único y el centro de atención de los mayores, sólo unos niños de la finca de al lado eran lo más semejantes a él, pero las edades diferían. También existía una perra faldera llamada Soti y dos pastores alemanes de mucho cuidado que se dejaban montar en sus lomos por el chico, así pues ya se hacen una idea de lo grande que era.
 A veces ibais al pueblo, apenas a un par de kilómetros de vuestra casa de campo, lo sabías cuando los mayores se vestían de otra forma y sobre todo pasabais la portera que comunicaba con la carretera, y allá al fondo, se divisaba la torre la de iglesia que sobresalía como un batiscafo marino y el frontón donde los chavales jugaban a la pelota. Otras era de tiros largos, eso significaba que ibais a Salamanca y equivalía a pasar todo el día en la capital charra;  hasta que los progenitores reclamaron sus derechos y el vástago comenzó a vivir con ellos.
 El chaval estaba sano, pero salvaje, no conseguía hilvanar una frase con sujeto, verbo y predicado, su lengua era afilada, su deje muy distinto al resto de sus congéneres, ahora estaba en una ciudad media tirando a pequeña, con escasa luz en sus farolas,  muchas calles aun sin asfaltar por las cuales transitaban personajes curiosos y que al niño le llamaban la atención. Un tipo gordo iba delante de una mula torda que tiraba un carromato, a ella iba echando bolsas que se encontraban en los portales de las viviendas y otras por doquier, sin orden ni concierto, era la recogida de basuras municipal. El sujeto, con camisa blanca y chaleco claro para que se viesen más los lamparones que lucía, caminaba tranquilo, semejante a un hortelano de western, se cruzaba con otro que a pie iba tocando un chiflo, éste aerófono típico de su gremio de afiladores te hacía gracia y llamaba la atención la bicicleta tan peculiar que sujeta por el manillar, transitaba las calles sucias y embarradas muchas veces, otras polvorientas, según la época del año. Portaba unas ruedas de acero en la trasera del velocípedo a modo de noria, nunca le veías montado en ella pedaleando, caminaba y tocaba sobre los labios, a modo de un armonista del Delta del Mississippi, su chiflo.
 También había hombres vestidos iguales, de azul, con gorras, porras en las caderas y funda con fornitura que cobijaba una pistola, eran los policías locales semejantes a los que descubriste cuando comenzaste a leer en los comics. Andaban despacio y algunos iban en pareja con una motocicleta, se supone que patrullando la villa y corte romana. Se jugaba en las callejas de barro y polvo, al fútbol, el corta hilos o a guardias y ladrones hasta que se encendían las escasas farolas urbanas, y entonces todos a casa, como si una manda de leones os acechase.
 Como era invierno y aún quedaban unos meses para que comenzase el curso escolar donde el niño debía de acudir, su padre, al que todo el mundo llamaba  por el apellido o con el don por delante, lo que se dice el nombre de pila sólo se lo oíste pronunciar a su mujer, o sea, tu madre; a Teodomiro Alcoba “Piro”  y  a Serafín Sierro Cantero, sus dos únicos amigos; para el resto en todo caso el apellido o más llanamente, “el del Juzgado”.
  Una tarde vísperas de Reyes acompaña a su hijo, al que todos se dirigen cariñosamente con el diminutivo, jamás por el nombre de pila, a una barbería sita en la calle Parras donde a partir de ahora y hasta los 15 años, acudirá con una media de cada 3 meses a que le corten el cabello. Como la cosa estaba como estaba, llevan al retoño a los Sagrados Corazones de la Plazuela de San Benito, para que se sociabilice, aprenda a leer, a escribir, a hacer cuentas, a jugar en compañía, etc.; hasta que en septiembre acuda a 1º de Básica. En las monjas coincide con otros homínidos que algún día serán amigos o semejantes, Cibrán Tamairon, García Castany, y un tipo curioso con gafas graduadas y pelo rubio, inquieto y algo febril que pasó a ser Tres R, pues nombre y apellidos empezaba con semejante letra. Ni son amigos ni lo dejan de ser, no tiene ningún recuerdo especial de tales sujetos. Al salir se desplaza solo a su casa que está en la calle Obispo Moreno Barrios, donde sus padres tienen alquilada una casa de 3 plantas, al lado de una anchura que pasa a ser placita de juegos y enfrente de donde vive su primer amigo de la villa, Fernando Paredes, que es hijo de médico el cual, unos meses más tarde, en la madrugada de la primavera atenderá junto a la comadrona Doña María a su madre, que lanza al mundo a su 2º hijo, en esta ocasión el premio es en forma de hembra, o sea, su hermana, que para no rompernos la cabeza también se llamará como la progenitora. Igualmente están presentes en dicho lugar la abuela del niño y su padre, pero no sabe qué participación tuvieron en el evento paritorio.
 ¡Anda, la parejita! Fue lo que el crío escuchó durante meses, tú la querías, pero para que engañarnos, pasabas más tiempo en el patio de la casa de Fernando y éste en la buhardilla de tú casa, los dos juntos, sin que su hermano Diego con ojos de gato y pelambrera gitana, o su hermana, algo especial y más mayores que vosotros, os incomodaran, y menos  su primo Toño, que era un puto incordio.
 Allí pasó sus primeros meses en la ciudad romana, pero sus ojos se abrieron como platos cuando en las fiestas patronales, San Juan, observó desde la ventana de su casa a través de unas rejas y a escasos metros de él, como un toro pasaba, aquellos que él vislumbró desde su infancia más corta, los mismos animales a los que le echaba de comer en pesebres su abuelo, que le esparcía la alfalfa y aprovisionaba de agua los abrevaderos en los meses del estío cuando ésta escaseaba de forma natural, que apuntaba en una libreta los nacimientos, los tentaderos de becerros para observar qué grado de bravura tenían y si serían aptos para la lidia. Pues esos cuadrúpedos deambulaban por la villa encerrados en cuatro portonas dando vueltas por sus calles, unas anchas y otras estrechas, plazuelas y laberintos, y así unos por las tardes y otros de madrugada. ¡ Que curioso te resultaba a ti esta corte provinciana y agitada en estos días del estío!

 PLAZA DE LA CAVA.-  Te sentías como Pu Yi, aquel niño de tres años arrinconado en la ciudad prohibida en la China de 1908, el último emperador antes de la proclamación de la Revolución de 1912 y que convertirá al gigante asiático en república. Sólo vivías entre murallas y las cuatro portonas que aislaban el entorno urbano de la villa romana, del resto, que a expensas de tanto esplendor pasado, crecía de manera lenta en los alrededores. Debía de ser la explosión del baby-boom de la década de los 60 y una cierta luz del régimen de Paco Franco, que abría un poco las puertas de la cueva para que entrase algo de luz. Turismo, electrodomésticos, cochecito familiar de marca nacional Seat-600, y una parte de los obreros cualificados o no, que comían todos los días en su mayoría y hasta tres veces. Lo nunca visto.
 Tus padres decidieron irse al centro neurálgico de la villa, y nada  mejor que la Plaza De La Cava, que era una de las cuatro portonas de las que se componía el casco antiguo de la ciudad, a saber: Plaza del Carmen, De La Guía, De San Pedro y De La Cava. Ésta última con matices, pues a la entrada del recinto figuraba con “v” y en la zona de jardín con “b”. Fueron de las primeras cosas que te llamaron la atención, no sólo estos lugareños eran originales en sus nombres, vocabulario que todo lo terminaban en “ino,ina” y cerraban las frases con múltiples “u”, mezcla del castúo más radical y del castellano que no se digería; sino que ante las dudas municipales de poner placas a las calles y plazas de forma correcta, ante esa dicotomía, lo colocaban con dos letras por no estar muy seguros de acertar.
 Cuando comenzó el curso, Fernando Paredes quedaba muy lejos de ti y además, como niño de la jet-set local, él estudiaba en Villafranca De Los Barros (Badajoz) en colegio de pago. Tú descendías cada mañana con una carterita con los libros de texto y demás utensilios necesarios para el colegio por la calle Ancha Del Rollo y luego por la del Hospital, y en lo que era un Palacio Ducal del siglo XV, se impartían las clases de primaria. Hasta dos años más tarde no iríais al nuevo colegio Virgen De Argeme que se estaba terminando de construir. España, la villa y corte romana, estaba por edificar, modernizar…
 A cambio de perder a Fernando Paredes congeniaste con dos nuevos niños de formación y edad pareja, Manolino González que residía en la calle Alférez López Hidalgo, en una casa muy fresquita; y con Puchín, que habitaba en una especie de mansión, junto a sus hermanos y hermanas, en la Plaza Del Rollo que sus padres tenían alquilado y que poseía un patio que a su vez era la entrada al Castillo de la villa, todo medio en ruinas, lleno de telarañas sus escaleras y que sólo te atreviste a subirlo cuando una tarde primaveral, Gonza, el hermano mayor de Puchín, Pepe Mosca y tú realizabais la excursión. Salir de allí lleno de mierda era lo normal, por más que os sacudíais los pantalones y camisas, aquello no pintaba bien a la hora de explicarse en casa cada uno por tal estado menesteroso.
 La Plaza De La Cava te parecía grande, al entrar en el recinto había los muros del castillo y casas en ruinas deshabitadas, aquella parte estaba salvaje y servía de lugar de juegos y encantamientos múltiples. Popularmente se conocía el sitio como la Puerta Del Rollo por encontrarse junto a la plaza del mismo nombre, pero si uno se pone fino mejor nombrarla Puerta De San Francisco levantada en el siglo XIV. Cosas que dé a poquitos te ensenaban en el colegio, algo así, como cultura local. Pero lo que deseabas de verdad era salir de clase y ponerte a jugar con Manolino González al balón en el jardín de La Plaza De La Cava; cuando erais muchos lo mejor era situarse en el centro de la misma, una portería era la misma portona y la otra la cochera justo enfrente. El único problema era si participaba algún niño grande, o sea, que la media vuestra era de unos 6 -7 años y si aparecía un mastodonte de tres más, el balón podía quedar encajado en algún balcón deshabitado en ese momento, y el cuero quedaba abandonado en dicho lugar; o alguien, más alto era capaz de escalar por alguna reja y sacaba el esférico.
 Los partidos de fútbol se sucedían sobre todo con la llegada de la primavera al salir de clase, después de merendar y hasta que las farolas se encendían y todos a casa a hacer los deberes, cenar y a la cama. El esférico a veces atravesaba toda la Plaza Del Rollo e iba a parar a pies de Piro, que unas veces sentado en una silla al lado del bar que regentaba, tocaba el acordeón, bebía y observaba, y otras andaba por allí. Si era su hija pequeña, un tormento de mujer, “La Elisi”, aquello podía durar un rato. Cogía el esférico y no os los daba, si eras tú quien se lo pedías descubriste enseguida que era inútil razonar con semejante homínida, ibas en busca de su madre que siempre estaba en la cocina del restaurante o directamente a Piro, el balón estaba en tus manos inmediatamente. Ni que decir, que la susodicha y tú empezasteis a miraros raro. Si era Pepe Mosca quien acudía, aquello definitivamente se complicaba porque éste le vacilaba, un renacuajo agitanado de apenas 7 años ponía de los nervios a una ya de por sí histérica Elisi, de unas 11 primaveras.
 Al margen del campo improvisado de fútbol, la Plaza De La Cava servía para jugar a “guardias y ladrones”. Se echaba pie y él que ganaba pedía lo que deseaba, o sea, ladrón, para que luego se escandalicen los sesudos analistas de por qué este país de la piel de toro es cómo es. Cuando aquello quedaba listo y parejo, los famosos fugitivos tenían unos segundos para correr por todo el recinto amurallado y el regimiento de guardias contaba, vamos a poner hasta cien, que se quedaba a la mitad, y luego a coger por la cintura o tocar a algún forajido que era conducido a una especie de penal callejero donde siempre estaba vigilado por otro niño. El asunto era salvar a quien o quienes se encontraran allí, si al final se apresaban a todos los proscritos, las tornas se cambiaban, los guardias pasaban a ser los ladrones y así. Estar en la calle, respirar la armonía de tu ser con tu cuerpo, ser libres. A la llegada del verano, en el atardecer, tanto un juego como otro podía durar hasta que tu madre, asomada a unos de los dos balcones, reclamaba tu presencia y para ti aquello acababa, más que nada porque salías en familia a dar una vuelta que siempre acababa o en el cine de estío de la Avenida o en una de las terrazas del Rollo, o sea, donde Piro.
 Los films se dividían a tu entender en ser tolerados o no, si existían dos rombos era sólo para adultos, sino, familiar. Si el asunto era de sentarse en el Rollo, salvo los mayores, el resto era corretear vigilado por los ojos avizores, sobre todo de tu madre, alrededor de una fuente que cambiaba de colores, subirte y bajarte de los poyos, caerte de vez en cuando, jugar a corta hilos, echaros agua unos a otros del cuenco del venero. Cuando cansado o con algún coscorrón más fuerte de lo debido, te sentabas en una silla a observar a los adultos, se te daba muy bien. Tus ojos como platos no dejaban de ver y de escuchar tan rítmico sonido que salía de sus labios; también tenía sus compensaciones en forma de helado de chocolate o refresco.
 En la Plaza De La Cava estuvisteis más de dos años largos y coincidieron con tres San Juanes. Los dos balcones principales que daban al ancho del foro y uno lateral con otra ventana, al jardín. Desde allí observaste con entusiasmo y nervios los encierros de la madrugada, llenos de luz y de color, jolgorio y carreras, siempre te colocabas en el mirador de la izquierda, agachado, casi en cuclillas para dejar espacio a los adultos con el fin de seguir el trayecto de los hombres y animales por la calle Rúa De Los Paños. La finca constaba de dos viviendas, vosotros estabais en el primero y los dueños del mismo en el segundo, un matrimonio sin hijos algo maduro donde él se ganaba la existencia de taxista. La puerta que daba acceso a la casa permanecía abierta desde que llegasteis, para disgusto de los propietarios que temían una desgracia en forma de que el toro se colase en el rellano de la escalera, como así sucedía varias veces. Pero tú padre se negó a cerrarla y así permaneció los tres años que allí habitasteis.
 Al margen de la magia de la fiesta, cuando el animal llegaba a la Plaza De La Cava, los dos balcones principales se llenaban de mozos agarrados a las rejas y luego a la galería, si aquello se alargaba se les instaba a que subiesen y luego cuando el toro se marchaba descendían por la escalera, así tardes y madrugadas, lo cual, para un crío de unos siete años, aquello era una fiesta.
 De cómo quedaba la Plaza De La Cava era otro asunto. A mediados de la década de los 60 no había ni los medios ni las estructuras de tiempos venideros, con lo cual escombros varios de las casas deshabitadas que teníamos a nuestra derecha no se recogían hasta acabadas las fiestas. Allí observaste atónito alguna cogida y revolcón serio y otros pintorescos, a los muchos maletillas que pasaban con el capote extendido pidiendo que se les echasen unas monedas, a un tipo una madrugada el animal le arrancó desde la mitad de la Plaza De La Cava y el mozo en su intento de girarse rápido echó a correr en dirección al otro lado del jardín, la desgracia y la suerte vino de la misma mano, pues de la velocidad que imprimió a su carrera se dio un golpe en la esquina de tal magnitud que la ceja izquierda se le quedó pegada a la pared, al mismo tiempo al recibir semejante impacto, su cuerpo se desplazó violentamente hacia atrás y el toro pasó entre medias de él y la esquina. Desmayado del golpe, los de los balcones observasteis que el animal no le había cogido, que la sangre que manaba de su rostro era producto del choque, pero al verle tendido en la calle, inerte, hizo temer lo peor.
  Aun así, la escena que el niño observó y que se le quedó grabada sería una madrugada. Justo en la esquina de la Plaza De La Cava con la Rúa De Los Paños, existía un sumidero con la tapa suelta, sin peligro de estar levantada, pero que hacía un ruido curioso al pisarla. Uno de los tipos que mejor corrían al astado por la calles de la villa romana, era Diablo, seco, pequeño, de cara avinagrada, más propia de un pirata aunque este de agua dulce. Su agilidad era extrema, situado el animal al otro extremo del foro, casi junto a la portona, no le quitaba el ojo con el repiqueteo que hacía sobre la tapa, poco a poco el animal se le fue acercando y el mozo insistía. El toro se desvía ligeramente hacia la pared y se sube a la acera, llega intrigado hasta la última reja, apenas existen unos cuatro de metros entre el corredor y el animal. El ruido persiste con el baile de criquet que le imprime a la alcantarilla, hasta como no pudo ser menos, el toro le arranca y la carrera calle abajo hasta Las Cuatro Calles es gloriosa. El niño observa y se estira todo lo que da de sí sobre sus punteras y alarga el cuello con el fin de observar tan maravilloso espectáculo.
 Pasados varios lustros y con la alcantarilla ya sujeta, ese niño que observaba a Diablo hizo lo mismo. Esa madrugada de principios de la década de los 80 y cuando él ya no vivía en la villa de manera permanente por sus estudios, supo en lo más profundo que ya era un corredor de verdad.

 LA ZONA AMURALLADA Y LA IMPRENTA.-  No sabes calcular si el tamaño de la villa en sus murallas es menor o mayor que el de la ciudad prohibida del niño Pu Yi en su palacio imperial, probablemente más pequeña. Pero por ahí te movías a tus anchas. El invierno trajo la equipación completa del equipo de fútbol del Barcelona, comprado por tus abuelos en Salamanca y unas botas casi de profesional con tacos de goma, los Reyes se portaban bien y tú hacías para que así fuese el asunto. Ya llegaría el verano con una bicicleta que te esperaba en la finca, con algo de retraso por tu cumpleaños primaveral, pero que no estrenarías hasta acabado el curso.
 En la calle de la Rúa De Los Paños, estaba la imprenta Fernández, sus “chus-chus-chus” como una locomotora de tren te fascinaba. No era nada extraño encontrarte tras las cristaleras observando el trabajo de los impresores, otras, como ya te ibas soltando a leer, mirabas los títulos de los libros de la que también era librería. Tu padre te iba haciendo con una colección magnifica de libros, que cada mes adquirías uno. Por tus ojos desfilaron aquellos primeros años en edición cuidada y con dibujos: La Isla Del Tesoro, Robinson Crusoé, Los Tres Mosqueteros, La Cabaña Del Tío Tom… y así hasta doce. Más tarde y un precio nada popular, 60 ptas. de las de entonces, otra selección que devorabas con entusiasmo, por allí desfilaban El Llanero Solitario, dos volúmenes de Tarzan, El Pájaro Loco…
 El sentido callejero se agudizaba en cuanto llegaba el buen tiempo y las últimas noches frías del invierno iban quedando atrás. Después de merendar y antes de la vuelta a casa con las farolas encendidas, si no había que hacer ningún recado urgente en casa, salir corriendo a jugar a la Plaza De España a hacer presas si había llovido. Amontonar arena y barro hasta quedar cercada la mayor parte de agua y luego cuando aquello está muy lleno, abrir un pequeño orificio para que esta corra, generalmente se hacía cerca de la salida del bar Exprés, hacia Las Cuatro Calles, debido a su pronunciado desnivel.
 El “hombre del saco”, vía vozpopulis, acechaba al atardecer en la calle Oscura, cerca del Cañón, donde se preparaban unos embutidos exquisitos pero que desprendían un olor a matanza considerable. Todo lo que circundaban aquellas calles, incluyendo tu primera vivienda, Obispo Moreno Barrios y Rejas, con su salida a la Plazuela de San Benito, eran un poco tétricas y además ayudadas por los escasos faroles urbanos que por allí estaban instalados.



 LA CIUDAD AMURALLADA.-  Escondía personajes más palpables que algunos etéreos como el “hombre del saco”. Pichita era el agente del Ayuntamiento de la villa y el encargado de dejarte en tu casa cualquier requerimiento. Cesáreo era un minusválido que siempre estaba en una silla de ruedas, se valía de ella con una manivela que manejaba con sus dos manos con una cadena transmisora que lo desplazaba de un lado a otro, ni que decir que cuando una patrulla de corsarios se lo encontraba solo en alguna calle de la villa amurallada, lo pasaba mal, pues lejos de ayudarle lo que conseguían era asustarle y elevar la velocidad, en ocasiones descontroladas. Otras estaba sentado en la calle, al lado de la carnicería que regentaba su cuñado en la Plaza De España, en ocasiones Castaña le ayudaba o le incordiaba, eso dependía del día. Los dos eran unos pequeños miserables y pobres hombres que vivían de una pensión estatal de minusvalía y lo poco que le quedaba era para gastarlo en vino barato en el bar de Piro.
 Tú te desplazabas con facilidad por la ciudad amurallada, de hecho salvo ir al colegio, poco salías de su entorno. El Juzgado Comarcal donde trabajaba tu padre se hallaba en la Plazuela De San Juan y el de Instrucción en la calle de La Sinagoga, apenas a treinta metros de distancia uno de otro. Algunas tardes cuando todavía persistían las clases, con la merienda entre las manos y la boca, te dirigías con parsimonia y observando con los ojos avizores de un niño de 7 años, a ver a tu padre. Allí estaba por lo general solo o con el secretario, un tal Villegas, que con su enfermedad ósea degenerativa que le afectaba principalmente a su brazo derecho y a la pierna izquierda, tardaba en colocar los archivos, escribir a máquina y desplazarse de un lugar a otro. Tampoco es que tu padre fuese Johnny Weissmüller, pero vaya, era más que presentable y siempre iba con traje y corbata y un par de botas, lo mismo en invierno que en verano, el calzado no cambiaba debido a un problema de callos y durezas en los pies que le hacían ir al podólogo cada dos meses. En el estío siempre lo veías con polos, camisas recién planchadas, en la misma época del verano algunas eran amplias con varios bolsillos donde colocaba la funda de las gafas graduadas, el sempiterno paquete de Ducados, un mechero y el monedero; también poseía una extensa colección de corbatas. 
 Ir al Juzgado era sumergirte en un mundo de máquinas de escribir, archivos, varios bolígrafos y lápices, papeles, muchos, e instrumentos varios como alguno que hacía agujeros para coser los folios y colocarlos en las carpetas correspondientes. Sellos, de esos que dabas un golpe en los pliegos y quedaba marcado el día, el mes y el año. No dejaba de fascinarte y cuando la calle era aburrida, era buen negocio dejarse caer por allí. Además, siempre caía algo en forma de alguna peseta y sobre todo, el cariño enorme que tu padre te profesaba, siempre corrigiéndote y afectuoso. Si el “chus- chus-chus” de la imprenta al lado de tu casa te gustaba, todo aquello era artesanal pero poseía un encanto especial. Varios balcones daban a la Plazuela De San Juan y desde allí veías la altura que iba cogiendo un olivo metido en una maceta urbana, en el lateral, una de las balconadas donde estaba el despacho del sr. Juez y vistas de juicios, daba a la misma altura que la casa de Charri, que siempre te pedía la bicicleta cuando ésta llegó en el verano desde la finca charra.
 Ya que el crío estaba por allí, asumiste alguna responsabilidad de acuerdo a tu edad y conocimientos. Por ejemplo, ir a por una cajetilla de Ducados al estanco de la calle de la Plaza Mayor. De paso te pasabas antes por la calle de Las Monjas a preguntar a don Pedro Gloria si deseaba algo, el hombre que regentaba un colmado de ultramarinos donde había de todo lo disponible en los años 60 en una villa pequeña, antes de la invasión de las grandes superficies, y donde tu madre realizaba el pedido mensual de alimentos. Con un par de monedas de dos duros y otras dos del comerciante para traerle un Caldo De Gallina Ideales, cuyas cajetillas te encantaban y servían para meter en ella soldaditos que aparecerían en los paquetes de detergente para las lavadoras.
 Hecho el recado solías regresar a casa o caminar hasta la Plaza De La Catedral donde en los muros y tapias del atrio, Baíto dominaba el territorio. Era un corsario malo, con un ojo de cristal e intenciones funestas, un chaval de apenas diez años que poseía una cohorte integrada por Eladio, un niño grande y mastodonte, su hermano Pericoche, los hermanos Alcázar que eran Miguel, Román y Santiago, a cual más tonto y Paco Recio, que mira tú por donde, te protegía de cualquier inclemencia y no porque le cayeras simpático, simplemente su padre era un militar jubilado y con metralla en el cuerpo de esa, al parecer, gloriosa cruzada nacional. Antes de instalarse tu madre en la villa se hizo conocido de tu padre, y alguna copa conjunta cayó, con el paso de los años sin ser íntimos, ya afirmaste que tu progenitor sólo tenía dos amigos en la villa romana; el asunto era que descubriste que había hadas madrinas que te ayudaban a no tener percances incómodos. Como nadie te llamaba por tu nombre, siempre por el diminutivo, cosa que aún décadas después muchos siguen haciendo, lo cual, lejos de incomodarte hasta te gusta, debe de ser la costumbre, parecías más pequeño y vulnerable. Eso, unido a ser hijo de quien eras, pues vaya, ayudaba.
 Dentro de la ciudad amurallada te acostumbraste a caminar solo por todas sus calles, plazas y plazuelas, a observar, esa capacidad tan tuya que con los años has llegado a perfeccionar. Cuando vas en compañía pierdes la atención debida, también cuatro ojos ven más. Julián Coscorrote jugaba al fútbol y también se dejaba caer por los muros de la Catedral, partidos varios en el descampado embarrado o polvoriento donde las columnas de entrada a dicho templo servían de portería, y en el otro extremo, lo clásico, un montón de piedras que hacían las veces de postes. El larguero nunca existía salvo en las de balonmano que se instalaron en el patio del colegio junto a otras canastas de baloncesto, pero eso fue algún año más tarde. Allí para saber si era gol o no dependía de algo tan curioso como la altura de quien ejerciera de portero ocasional, cuando el balón penetraba por un lateral debía de hacerlo claro, pues ante la duda de ser poste no era gol. No existía el fuera de banda ni los cornes, una porque podías hacer paredes con el muro o los tabiques del Palacio episcopal, no necesitabas ni compañero para tal menester. Lo del córner era más simple, a los tres que hicieras se te penalizaba con un penalti y todo resuelto.
 Cuando las clases acababan y finiquitadas las fiestas de los sanjuanes, normalmente pasabas una temporada larga en casa de los abuelos en la finca charra. Aquel estío tenías el premio añadido de la bicicleta, a la que llamaste Catramina. A todo le ponías nombre. Con sillín y manillar en su sitio, tenías varios centímetros para elevar el asunto cuando fuese menester, pero eso quedaría para años sucesivos, por ahora aprendiste a pedalear, mantener la verticalidad y a no caerte demasiado. Desde luego, espacio y sol tenías a sobrar.
 A la vuelta a la villa, todo era ponerle una chapa identificativa que te daban en el Ayuntamiento para el velocípedo, que Pichita te entregaba. Colocarle un faro delantero era un invento que con mayor velocidad, más luz, debido al frotamiento de la rueda delantera con la dinamo. Varios corsarios, unos buenos y otros no tanto, patrullabais la ciudad amurallada al caer la tarde del caluroso estío. Había más mano con los horarios ahora que no había clases, total, la Plaza De La Cava era sitio neurálgico de reuniones, apenas en el recinto de la parte antigua no llegaban a vivir más de 500 personas y salvo unos pocos vehículos, era difícil tener algún percance serio en forma de caída o atropello. No, no teníamos casco ni sabíamos lo que era eso. Un verano en la calle Alférez López Hidalgo se te salió la cadena y al irla a colocar te clavaste el gancho que sujetaba la bomba de aire, la marca te quedó de por vida al engancharse en la carne y herirte con sangre. Nada importante, más te asustaste cuando Puchín jugando a los albañiles en el jardín de la Plaza De La Cava, material que debajan los operarios del Ayuntamiento amontonado sin ninguna protección, pues estaban asfaltado varias calles y que dejaban allí junto a alguna hormigonera cuando acababan la faena. Tú amigo y tú comenzasteis lo que iba a ser un puente con algunos ladrillos, te lanzó uno y aterrizó justo encima de tu cabeza. No era su intención, sólo era para abreviar el trayecto del elevadizo que teníamos en mente realizar sobre la jardinera.
 Más divertido era bajar desde la Plaza De La Cava varios ciclistas por la Rúa De Los Paños a ver quién llegaba primero a la Catedral, descendíais tocando los timbres a modo de aviso y antes de llegar la bifurcación de las calles Albaicín y Alojería os separabais, todo sugería una bandada de pájaros que en rápido movimiento en el aire se dividen en dos grupos.

 COTIDIANIDADES .- Lo más parecido a los dos tenderos que iban por las calles mostrando sus tejidos a modo de reclamo para quien quisiera pasarse por las tiendas recién abiertas en la Avenida, se llamaban Los Malagueños, y los dos pepes iban tirando de una especie de carro con dos ruedas delanteras y un palo largo a modo de dirección. Bien, pues de más niño sólo observaste semejante actuación a Moriche, un buhonero que iba por las fincas colindantes a las que trabajaban tus abuelos con una mula, cargada con varias alforjas laterales y que cuando llegaba a la finca ofrecía todo tipo de ropas, vestidos, etc y que tu abuela Herminia solía mirar con detenimiento y luego regateaba el precio, sabiendo ambos, que una compra y el otro negociaría. Nunca echaba el paseo en balde, más que nada porque era muy útil en sitios tan retirados donde comprar, al margen del pan diario en la tahona del pueblo que tu abuelo Guzmán traía cada mañana en el regazo, mientras con las manos llevaba las bridas de su caballo.
 Los pepes deambulaban de un sitio a otro vendiendo sus ropas y aconsejando pasarse por las tiendas en cuestión. Con los años tu madre se dividiría en adquirir los vestuarios pertinentes en dichos establecimientos y en Domingo, buena competencia. Todo se compraba a plazos en tu casa. La leche pasterizada os la servía cada mañana en un cántaro Conce, que era el ama de llaves de la casa de los Bordallo, que a su vez eran vecinos tuyos de calle, pues vivían en la Rúa De Los Paños. El líquido se calentaba y tu madre ponía al fondo de la cazuela un cilindro pesado para que avisara cuando la leche estaba hirviendo y a punto de subir, ni que decir que muchas veces se apagaba el fuego del recipiente cuando el líquido blanco ya rebosaba los laterales del cazo.
 Debió de ser un esfuerzo enorme para tu madre las escasas comodidades que le ofrecía la villa y corte, acostumbrada a vivir desde los 18 años en Madrid. Pero poco a poco se fue haciendo a la idea y al trajín diario, a fin de cuentas vivía muy bien aunque las estructuras de una ciudad pequeña eran ínfimas, también todo estaba más a mano y la libertad con la que criaba a sus dos vástagos debía de compensarla. Eso, y que tu padre se esmeraba en tenerla contenta, pues lo primero que se compró a plazos en Jova fue la nevera, que en esta villa todos llamaban la fresquera. Lavadora no había, la ropa más frecuente y pequeña como la interior la lavaba a mano en el lavadero que existía en la casa, la más grande como sábanas, se encargaba a la señora Antonia Corchero que hacía de lavanderas a las orillas del río Alagón. Había varias, de ahí que tu madre decidiese primero la nevera, a los pocos meses llegó la televisión por insistencia de Narciso, quien se encargaba de la tienda de electrodomésticos y muebles Jova, quien entre vino y vino a la hora del aperitivo le insistió a tu padre. No se terminaba de pagar una cosa y ya se estaba en otra.
 Todo sucedió en la época que vivías en La Plaza De La Cava. Un mañana al salir de clase y cuando ya se acaba el curso de 2º de Básica, tu hermana solía esperarte en uno de los balcones que daba al foro, metida en su tacatá, pues aun no andaba sola, se ponía histérica en cuanto te veía o la llamabas. No se te ocurrió mejor hazaña que ir subiendo por la balconada y como no llegabas arriba del todo, le asomabas una mano que la niña te cogió y no te soltó. Como no podías soltarte intentaste con la otra sujetarte a los barrotes, pero lo único que conseguiste fue quedar apenas agarrado a los bajos del balcón y estar colgado como un mono en una rama. Cuando llegaste a la conclusión que soltarte era pegarte una buena caída contra el asfalto de desconocidas consecuencias, decidiste llamar a gritos a tu madre que al poco apareció y apartando a tu hermana y sosteniéndote por los brazos, te alzó hasta que pudiste colocar los pies en los bajos de la balconada, de ahí a saltar para adentro. Con los nervios y la tensión, la cartera quedó en la acera de la calle, y cuando tu padre al salir del Juzgado solía ir a tomar el aperitivo antes de comer a la Plaza Del Rollo y debía de pasar por delante de la casa, observó que estaba debajo del balcón, cuando subió se le relató lo sucedido.
 Antes de finiquitar estos años en la ciudad amurallada, aparecerá en vuestras vidas un hermano de tu madre, quien con la mili finalizada de nada menos de dos años en el Aaiún, se había sacado una buena cantidad de carnets de conducir y no quería seguir el camino de sus ancestros, o sea, ser ganadero. Tu padre tenía cierta mano y consiguió colocarlo en una empresa de transportes en la ciudad de la villa y corte como conductor. Ganamos un tipo dicharachero, con apenas 24 años y un coche en casa, un 4x4 que quedaba aparcado en el jardín de la Plaza De La Cava junto al Land Rover de los Bordallo. Pese a haber espacio suficiente en la casa, aquello tenía tres habitaciones individuales, tú pasaste a compartir habitación con tu hermana. Compensaba tenerlo en casa, las visitas a la finca charra no pasaba de dejar de ir cada mes, incluso en el invierno, y además, el motor de los coches que casi todos lo tenían atrás, os calentaba sobre todo cuando ya ibais por el Puerto De Perales. Otra cosa era el verano, pero vaya, era llevadero. Las excusiones se hacían casi cada fin de semana y no era nada extraño pasar un sábado en el campo extremeño rodeado de aire puro y multitud de encinas. En el verano os venía de cine que os dejase los domingos en los merenderos del río Alagón donde pasabais todo el día en clan familiar.







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