LA CIUDAD PASMADA - II -
No sabe quién lo propuso, vete tú saber cuándo rondas los 15 años. Da igual, sólo estabais buscando ubicación y como a los novillos, probándoos para conocer y dominar hasta dónde eráis capaces de llegar. En realidad, la Plaza Del Mentidero era abierta, existían un par de muros gruesos y de apenas dos metros de altura, donde servía de parada de taxis con un teléfono colocado en una de sus paredes, que cuando sonaba parecía una campana de Catedral.
No había que
perder más tiempo, salvo Paco Lumbreras que decidió en el último instante que
aquello no era para él y se fue en busca de refugio en las talanqueras, que
entonces eran de madera. Carlos Untado, Cantariño y Manuel Malasaña decidieron
jugársela. Habían observado años anteriores que en los escalones de entrada de la tienda
de ropa Paramio, se ponían Eusebio Acosta y alguna vez Julio Campana a su lado,
ambos erectos, pegadas sus espaldas a las cristaleras como escondiendo la barriga que ninguno de los dos tenía, eran
dos alfileres de hombres en la cuarentena y cada uno con su vaso de whisky. Así
se pasaban el encierro. Dicho y hecho, esperasteis a que el ganado saliese de
los corrales y descendiese por la Avd. De La Sierra De Gata y os subisteis a
los barrotes de los toldos de la tienda de ropa. Allí, cada uno agarrado de uno, previamente escogido para no armarla en el último momento, como unos corsarios
con más miedo que hambre, fuisteis testigos de los apenas 3 segundos que
aquello duró.
Contentos con
vuestra hazaña, repetiríais a la vuelta de los cabestros a los corrales y así
el resto de las cuatros noches restantes, entonces las fiestas duraban hasta el
día 27 de junio. Palabras más, palabras menos, Eusebio Acosta os echó una
charla, pero vuestra cara seria le venía a decir que quedarse en los escalones
de la tienda, ya tenía mérito. Entonces y aunque parezca mentira, estamos
hablando de mediados de la década de los 70, a los que eran mayores que tú, o sea,
todo el mundo, les escuchabais con atención. Una madrugada, cuando las vallas
del encierro no acortaban la calle como en la actualidad, sino que se desplazaban varios metros en la Plaza Del Mentidero, el toro siguió en
dirección recta a como venía y se deslizó hasta el final del hueco amplio que allí
existía, Eusebio Acosta salió como una exhalación por su izquierda en dirección
al vallado, mientras los tres corsarios vueltas las caras en dirección al
animal que deambuló de un lado a otro sin dirección ni orden, arremetía a
cuanto mozo recortador le citaba. En uno de los lances vino cayéndose de las
patas delanteras hacia las escaleras de la tienda y quedando justo debajo de
Manuel Malasaña. Allí quieto, encogidas las piernas hacia arriba junto a la
pared para mejor sujetarse, el toro volvió sus pasos en dirección contraria al
encierro, es decir, regresaba rumbo a los corrales. El retorno de los cabestros
hizo que poco a poco el animal retomase la carrera en dirección a la Plaza De
La Cava y acabase en el coso taurino.
Aquella noche la aventura duró más, pero el orgullo que sentisteis era enorme. Poco a poco y con los años, sólo Manuel Malasaña persistió en su entrenamiento hasta los 18 años, donde decidió esperar los encierros en la Plaza De La Encomienda, y siempre miraba con añoranza los barrotes que sujetaban los toldos de la tienda de ropa de Paramio. Con los pies juntos, apenas se movía, y si el toro seguía la trayectoria correcta, allí se quedaba y si acaso viraba un poquito a su derecha, sino intentaba entrar en la puerta de un edifico que permanecía abierta junto al muro. Su frialdad se fue perfeccionando y algunos años más tarde decidió comenzar a llegar a la Plaza De España, es decir correr los encierros.
Aquella noche la aventura duró más, pero el orgullo que sentisteis era enorme. Poco a poco y con los años, sólo Manuel Malasaña persistió en su entrenamiento hasta los 18 años, donde decidió esperar los encierros en la Plaza De La Encomienda, y siempre miraba con añoranza los barrotes que sujetaban los toldos de la tienda de ropa de Paramio. Con los pies juntos, apenas se movía, y si el toro seguía la trayectoria correcta, allí se quedaba y si acaso viraba un poquito a su derecha, sino intentaba entrar en la puerta de un edifico que permanecía abierta junto al muro. Su frialdad se fue perfeccionando y algunos años más tarde decidió comenzar a llegar a la Plaza De España, es decir correr los encierros.
Cantariño se convirtió en un excelente dibujante y lector de comics,
pero no en corredor de las fiestas, sino en un ambulante de peña en peña; Carlos
Untado fue el mismo zangolotino que ya era a los 15 años y lo perfeccionó con
el paso del tiempo, era un niño pobre de mente y rico de tierras heredadas e
intentó vivir como un hacendado del siglo XIX. Manuel Malasaña llegaba de
Madrid apenas un día o dos antes de que comenzasen las fiestas, en plena forma,
no bebía, no fumaba y a esa edad la recuperación celular era rápida. Las ganas
eran tantas que esperaba dando saltitos sobre el terreno tensando los músculos y los nervios en La Plaza De La Encomienda, cuando el encierro
comenzaba y se había cerciorado de que el toro iba en la manada de los
cabestros, entonces iniciaba su carrera rápida pero no asfixiante hasta la Plaza De
La Cava, si todo iba bien los animales iban ya por donde él inició la carrera,
lo normal es que el astado principal fuese ya encabeza y a medida que el
recorrido avanzase le sacaría varios metros a sus hermanos los cabestros. Bien,
cuando Manuel Malasaña girase para coger la calle Rúa De Los Paños y corriese unos 50 metros
apenas estaría en el cruce del antiguo estanco, el toro ya estaba en la Plaza De
La Cava y descendería la calle muy rápido, más aún cuando legase a la citada
esquina pues es cuesta abajo. Lo que Manuel Malasaña tenía que cerciorarse era
que el animal estaba de verdad donde su mente lo ubicaba, y aun escuchando lo
comentarios de los otros corredores, el efecto óptico de mirar a las rejas y a
los balcones, ya le decían si todo iba bien. Había que hacerlo rápido pero con
calma y a giros bruscos de cuello mirando hacia atrás y saber la distancia que se
le sacaba al toro. Se debía de llegar fresco a la esquina de Las Cuatro Calles
y a poder ser pararse pegado a la pared izquierda y ver ya del todo como el
animal abría la manada en cabeza, la subida hacerla templada hasta la Plaza De
España y meterse rápido en el tablado, girando enseguida otra vez a la
izquierda.
La ventaja de
correr un encierro es la adrenalina que acumulas, pero no los disfrutas
visualmente como si te quedaras quieto y apartándote cuando la manada se acerca
como hacía varios años atrás en la Plaza De La Encomienda. Eras parte del espectáculo y
no simple voyeur. De ahí que según los ánimos y como se encontrara de ganas, Manuel Malasaña, solía alternar quietud las noches de los pares y carrera los
impares. Muchas veces el toro se quedaba en el encierro en la Plaza De La
Encomienda, hasta el punto de que aquello daba un juego curioso y con el tiempo,
las autoridades de La Ciudad Pasmada decidieron colocar vallas varios metros
más adelante, cerrando esa parte del recorrido y añadiéndole un tablado para
que la gente pudiera observar sentada una parte del encierro.
Teresa Malasaña le debió de insistir mucho a su hermano para correr juntos un encierro. Y un año por fin llegó el día. La muchacha era una adolescente fina como la canela, jugadora de balonmano y sin miedo a perder, que haría todo lo que Manuel le dijese. El riesgo que entonces estaba en la cabeza de su hermano era que el toro se quedase en el encierro y todo quedase frustrado, pero no fue así. Tal y como él corría, a su vera, su hermana siguió paso paso y zancada a zancada hasta las Cuatro Calles, y allí, sólo una vez la agarró y la estrujó contra la pared para que pudiera deleitarse en la bajada vertiginosa del toro delante de los cabestros y con apenas tres corredores delante. Doblan la esquina y suben la pequeña cuesta que les llevaría a la Plaza De España metiéndose rápido en las vallas del tablado a su izquierda.
Teresa Malasaña le debió de insistir mucho a su hermano para correr juntos un encierro. Y un año por fin llegó el día. La muchacha era una adolescente fina como la canela, jugadora de balonmano y sin miedo a perder, que haría todo lo que Manuel le dijese. El riesgo que entonces estaba en la cabeza de su hermano era que el toro se quedase en el encierro y todo quedase frustrado, pero no fue así. Tal y como él corría, a su vera, su hermana siguió paso paso y zancada a zancada hasta las Cuatro Calles, y allí, sólo una vez la agarró y la estrujó contra la pared para que pudiera deleitarse en la bajada vertiginosa del toro delante de los cabestros y con apenas tres corredores delante. Doblan la esquina y suben la pequeña cuesta que les llevaría a la Plaza De España metiéndose rápido en las vallas del tablado a su izquierda.
A Manuel Malasaña nadie le enseñó a correr encierros y
deambular con un cierto optimismo por las calles donde el toro trotará, caminará
y a veces correrá con ganas y las más de las veces, se quedará estupefacto el
animal, observando el agobio de algunos homínidos llamándole insistentemente,
cosa que él no sabe, pero hallará cierto alivio con los cubos de agua que desde
algunos balcones los vecinos le echarán a su paso o cuando se quede parado y
pueda alcanzarle un reguero del preciado líquido. Con el paso de los años, esas
técnicas se han transformado en mangueritas de agua que las muchas peñas y sociedades
gastronómicas tienen en sus locales.
La mucha observación hizo de Manuel Malasaña
un corredor experto y sobre todo, no un estorbo para los demás. Apenas corría y
aprendió a pegarse a las paredes como una lagartija hasta cerciorarse de que el
toro había arrancado a correr, y desde esa posición lateral comprobar las
carreras inútiles de muchos hombres, en su mayoría, si era cierto que el toro arrancaba, comprobaría cómo
venía el animal de rápido, lento, trotón o endemoniado y se evitaría caídas,
sobresaltos, pisotones y diversos sofocos. Como todo en esta vida, la justa
medida de prudencia y nervio templado se ajustó en su mente, y lo que menos le
preocupaba era lo de “había mucha gente”, los clásicos tapones que se forman en
las esquinas y en las calles; bien, cuanto más mejor, así el toro tenía donde
elegir, el asunto consiste en tener una muy buena visión, y en estar, si
querías, lo más cerca posible del animal con un poder amplio de concentración
pues el toro haría las cosas lógicas de su especie, él no tenía nada contra ti,
sólo eres un obstáculo para su frustrada libertad que ya jamás llegaría.
Después de algunas
tardes con sus noches en la peña La
Alegría De La Gente y ante un cierto cansancio de ver las mismas caras y
escuchar las voces semejantes que acompañan a sus gargantas, Manuel Malasaña
baja acompañado de su hermana Teresa por la Avd. Monseñor Riberí a la Plaza De
Salamanca. Con el libro de la peña El 27
que estaba solitario en la mesilla de la habitación y que Fernando, el barman con pinta de western que trabaja debajo de su domicilio en una cafetería, le guarda cada año un ejemplar, con una insignia y el sombrero correspondiente de dicha peña,
previo pago anterior, los hermanos van en busca de un lugar tranquilo para cenar al margen
de fritangas, carrilleras de cerdo y otras menudencias.
Cuando los
hermanos llegan, ya se encuentran instaladas en la barra bebiéndose en unos
vasos de tubo largo unas cervezas: Dory Machaco, Puerto Rodamar y Mary
Lechuguina. Manuel Malasaña que no sabe qué hacer con el sombrero de la peña El
27, se lo coloca en la testa de la profesora de enseñanza media y licenciada en
biología y hasta hoy. Es curioso, Manuel Malasaña deja el libro en un lateral
de la barra y observa a sus comensales: hay una soltera, una viuda y dos
separadas y uno que vive en pecado de dioses cristianos con todos los papeles
en regla.
Se hace una
votación para cenar dentro o fuera en las terrazas de un local japonés, que
tiene su gracia pues la cocinera es nipona y su pareja un extremeño. De cómo
ella llegó aquí se hacen conjeturas. Gana el espacio acondicionado del interior
por el tema de estar más frescos. Allí, rodeado de mujeres, Manuel Malasaña
echa una hojeada al libro de la peña El
27 mientras esperan que le sirven una extraordinaria ensalada para 5 comensales, y luego
cada uno se pide un plato individual. A los cafés todos salen a la terraza,
Teresa Malasaña enciende su Ducados como si la vida le fuese en ello y su
hermano saca la cajita de More que nadie fuma salvo artistas, putas y gentes
raras. Cada cual que se ubique donde más se sienta identificado. Todas le piden
un pitillo de la marca francesa salvo la consanguínea que no le gusta el rubio
y ya tiene el propio.
La cena se alarga
hasta las 01.30 de la madrugada regado con unas copas como debe de ser. Luego
cada cual se va a donde le apetece, en el caso de Manuel y Teresa Malasaña se
dirigen a su casa a pegarse una buena ducha, cambiarse de ropa y bajar al
encierro de madrugada.
Con un sol de justicia, los 40 grados centígrados no se
los quita nadie, Praxíteles camina embutido en su túnica blanca cubierta su
cabeza por un sombrero de paja, unos zapatos náuticos, siempre hay clases,
ajustándose las gafas de pasta sobre el puente de la nariz, encuentra acomodo
en unos barrotes de la Avd. Sierra De Gata y allí esperará la salida del
encierro mañanero del último astado de las fiestas de San Juan.
Junto a Pitorino,
los gemelos sastrinos, Pepe Mosca y un par de muchachas hermosas tendidos sus
cuerpos al sol bajo sus sombreros de la Peña
El 27, departen amigablemente. Manuel Malasaña se encuentra como todas las
mañanas debajo de la sombra de un árbol, su espesa copa da para casi medio
centenar de individuos. Al toque del aviso de la inminente suelta de los
animales, se ubica cerca de las vallas protectoras de la cafetería Burbujas y
de nuevo, Tristán Balmaseda, el octogenario vestido de blanco con su cayada y
puro en la comisura de los labios, agota hasta el infinito para subirse un
escalón en una de las talanqueras que le protegerán. De hecho, con los años,
Manuel Malasaña se fija sólo en él, pues tiene controlado de qué manera saldrán
los astados, desde allí sacará una instantánea que espera sea buena.
Por la tarde,
Manuel Malasaña se tomará un refresco en una de las peñas de la calle De Las Hilanderas,
donde El Templanillo Picardias juega a torear a cuanto homínido pasa por la
calzada con un capote con más mierda que un palo de gallinero. No debe de andar
muy lejos el astado, pues se observa cierto movimiento de personal, de hecho
desde el rellano de la puerta localiza en una ventana de la misma calle a
Humberto Untado, con su cara de batracio, y a su lado a Dory Machaco que le llama
insistentemente. El animal ha doblado en la esquina y ha cogido a buen trote la
calle de Las Rejas y en unos instantes está en la Plazuela De San Benito, donde
el único maletilla que queda intenta darle unos pases con la muleta con el fin
de que el toro no se quede parado en dicho lugar. No lo consigue.
En la peña La Alegría De La Gente el personal bebe
a todo tren pues hoy habrá cena a la orillas del río Alagón, donde al parecer
todos los años reservan unas mesas para unos 30 comensales. Allí y de manera
democrática, como en los Fueros De Los Españoles y los Sindicatos Verticales de
Paco Franco, se nombrará a dedo al nuevo encargado de gestionar la sociedad
gastronómica el siguiente curso. Siempre se pregunta Manuel Malasaña qué pasará
el año que se designe a una persona y esta rechace semejante honor
inquisitorial. Merece la pena ver ese momento.
Por ahora Cibrán
Tamairon intenta impartir alguna clase a quien quiera escucharle, el problema
hoy es agudo, pues al no estar metido en la cocina con los preparativos de los
guisos para la noche, deambula de un lado a otro con una vaso de plástico de
cerveza en su mano. Su hermano, Pulgarcito, en esto es más discreto. Mientras,
Tomasita Silverado permanece fiel a su mandil de Pinocho, sigue cortando rodajas
de pan que coloca sobre una panera, las rodajitas de chorizo, salchichón y
queso que deposita en platos de plástico y que raudo Domenico Ravanelli y Pedro
Mármol los ubican en una mesa alargada que hay en un lateral de la peña.
Pablo Picapiedra
también anda algo desorientado hoy que no tiene cocina. Mira para la mini mujer
que tiene y sonríen, al parecer serán felices. Se acerca al fregadero donde
Tomasita Silverado ahora le da por cortar rodajas de tomates, echa una mano
fregando unos vasos y cubiertos y sale a la calle de El Almendro con una
cervecita. Cuando Manuel Malasaña va a tirarse una del grifo bien fresquita,
Tina Coribio le da un par de besos, aún y parece mentira, no se habían visto en
todas las fiestas. Al parecer, tiene un familiar algo fastidiado por estos días.
¡También es desgracia! Siempre ha pensado nuestro hombre lo hermosa que se
conserva, de hecho hace footing a diario, y pese a rebasar la cuarentena de largo y
haber parido dos veces, conserva una cintura de sílfide y un culo respingón la
mar de apetitoso. Eso sí, le da a Manuel Malasaña que está muy mal follada.
Siempre hay huecos en cualquier chiringuito de verano por
mucho que todas las peñas hayan reservado mesas para la noche al cierre de las
fiestas patronales. Manuel Malasaña acude con Dory Machaco y Carmen Hernández,
una compañera de la 1ª que todavía está por aquí acabado el curso de los
bachilleres, a cenar. Con desparpajo, el que parece el jefe del establecimiento, les sitúa junto al río Alagón y con tiempo suficiente les prepara una apetitosa
cena colectiva que van desde los pimientos rojos, tomates, tortillas de patatas
y dos docenas de sardinas malagueñas a la plancha. Unas jarritas de sangría y
de agua para pasar el trago y en una hora cuando aquello está, ahora sí,
atestado de gentes con sus pañuelos rojos al cuello, variopinto personal
vocinglero y tirando a competir por ver quien más vulgar, los tres comensales
se dirigen al coche de Dory Machaco que ha dejado aparcado en la acera, justo al comienzo
de donde se encuentran todas las atracciones de la feria.
Entrar en la casa
de Praxíteles es como hacerlo en un museo, ya desde la entrada con sus escudos
en la fachada y su exquisita decoración, Manuel Malasaña disfruta con tanto
derroche escultural. Desde una de las ventanas que dan al río Alagón
contemplaran la traca final de las fiestas que no es otro que el nada original
de Juegos Artificiales, que pasados cinco minutos, la verdad, cansa.
Antes de que suba
toda la barahúnda de las orillas del río, conseguís aparcar el coche y dejarlo
en una calle lateral y sentaros en una terraza de la calle Viriato. Las dos
mujeres que llevan el asunto os miran con caras de satisfacción, aquello no
está vacío, pero se presiente la dejadez del resto de la noche dado que ya no
hay encierros y el que más y el que menos, se supone que al día siguiente algo
tendrá que hacer para poder pagarse sus vicios. Allí estáis casi dos horas, donde observáis a viandantes cargados de niños que vienen de observar los Juegos Artificiales
y tal vez, de la última parada, en los muchos aparatos de las atracciones feriales.
Gatby pasa y os
saluda, se queda un rato entre las sillas con vosotros, de pie. Sus calcetines Dulop, las zapatillas blancas marca
Nike, pantalón vaquero Lois con cinturón B. Belt y camisa de mil rayas, todo un
dandy de estilo y clase para este funcionario de banca, cincuentón y
caprichoso, con sus cabellos ya blancos, que con el paso de los años mejora como el
buen vino. Delgadito y en forma, le acompaña Lísipo, el decorador y arquitecto
de la casa que se hizo a capricho hace unos años.
Como muchos
lugares están cerrados esta noche del 28 de junio, incluso los más fieles a sus
locales, Manuel Malasaña observa como don Ibrahim Ostoloza y don José Rodríguez
se sientan casi en la mesa contigua a donde se encuentra acompañado por las dos
féminas. El primero es académico de la Real Academia Española, octogenario pero
con una cabeza privilegiada que ya la quisiera nuestro amigo. El segundo, ya
jubilado hace unos lustros fue escribiente del Juzgado y compañero del padre de
Manuel Malasaña. Viudo de una moza manchega que le dejó varios viñedos y olivos pero sin hijos que darle, con buenos cuartos desde luego y más cuando vendió la
hacienda heredada, se toma su copita, que suele ser siempre en el café Toscano,
pero ya se ha dicho que esta noche es excepcional.
Indudablemente
Manuel Malasaña se acerca a su mesa y se queda un rato charlando con tan
insignes luminarias locales, aunque sólo don José Rodríguez vive de manera
permanente en la ciudad. Flota en el aire como un pesar que se va clavando en
los corazones, como que los colores de todos estos días y noches van perdiendo
viveza, como si llegase una muerte dulce y al mismo tiempo liberadora, enunciada desde el puente que conecta los
reinos de un cuento infantil y el del sueño de adulto; Manuel Malasaña se ve
reflejado como un caminante que asoma su negra silueta sobre el sol y las
estrellas.
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