LA CIUDAD PASMADA - I -
A Telmo Tembura lo caparon el día de la romería, por la
mañana, a eso de la hora del vermut. Se conoce que tres tipos le siguieron
cuando en un aparte decidió miccionar junto a unos arbustos y se le echaron
encima, ni tiempo le dio de abrirse la bragueta, lo cogieron por el cuello, la
espalda y lo levantaron los pies del suelo con una profesionalidad que asusta.
Lo llevaron ladera abajo y ejecutaron su plan. Luego, le subieron corriendo antes de
que se desangrase (ya sin testículos ni pene), al puesto de la Cruz Roja. Allí,
los sanitarios, asustados, le hicieron las primeras curas y rápidamente lo depositaron
en una ambulancia rumbo al Hospital, donde después de varios días, salió con
vida, pero castrado.
Por más que se dio
cuenta a la Guardia Civil y le tomó declaración el fiscal, quien preguntó cómo
era menester, quien le hizo semejante desaguisado, Telmo Tembura jamás habló
pese a que conocía quienes eran los autores de su desgracia, se escudó en que
nunca llegó a verles el rostro, y entre los nervios y el dolor, no llegó a
describir algo que pudiera ser de utilidad para dar con los capadores. Aquello
se corrió por la romería de La Ciudad
Pasmada como un reguero de pólvora, pero quedó entre la rumorología y el
esperpento a lo que somos tan dados en este reino. También se sospechaba, según
algunos vecinos, que en el otoño se había visto, entre las brumas de la niebla
matinal y en los diversos puentes que circundan el pueblo, a Telmo Tembura
cubierto de cartones por el tórax y la espalda con inscripciones que decían en
letras mayúsculas y a rotulador : “ Me ha echado de casa la mujer”. No hay que
asustarse demasiado, hace doce o quince años hubo un fantasma en Almendralejo,
a dos leguas de Torremejía, el pueblo de Pascual Duarte, que se metía en las
casas de madrugada y palpaba los huevos a los maridos en el lecho nupcial, lo
periódicos decían los genitales; lo vecinos llegaron a patrullar en somatén
pero no pudieron detenerlo porque escapaba siempre, a lo mejor era un fantasma de
verdad.
Manuel Malasaña ya
estaba despierto cuando se acercó Mónica y le dio un beso en su mejilla
izquierda, era domingo, entraba el sol
por el amplio ventanal de su ático y cuando se incorporó de la cama se fue al
baño. Miccionó y ya desnudo se metió en la ducha, luego se afeitó y con ropa nueva se sentó en una
de las sillas de la cocina a desayunar. Dos rajas de melón, un yogur griego
natural azucarado, un tazón de Cola-Cao con un par de rebanadas de pan tostadas
rociadas de azúcar. Cuando acabó, recogió una maleta pequeña con ruedas que
Mónica le tenía ya preparada en la habitación y se despidieron, caminó a lo
largo del pasillo que daba a la puerta de la vivienda, observó a su hija menor
tumbada boca abajo en su cama, dormida, con una camiseta que le cubría
escasamente hasta las bragas y con los muslos al aire, Manuel Malasaña ni
preguntó a su pareja a qué hora habría llegado la criatura, eran batallas
perdidas y como ya pasaba de la veintena su vástago 2º, allá se las compongan.
Cuando sale del
garaje de su urbanización con su Daewo color cereza, Manuel Malasaña comprueba
que son las 11, hora en la que pensaba marchar este domingo primaveral a La Ciudad Pasmada a pasar una semana de fiestas, él solo, y que se instalaría en la casa de su infancia.
Su pareja no va, no le gustan, no está dispuesta a perder siete días de sus
preciadas vacaciones para pasar un calor sofocante, algo de miedo, trasnochar como
una adolescente, beber demasiado, yantar desesperadamente y no follar apenas.
Así pues, ante la imposibilidad de hacer el trayecto con su hermana Teresa, quien por razones
laborales no se incorporará hasta dos noches después, decidió marchar en
solitario, y como es domingo y apenas hay gente, cuando sale a la calle de
Francos Rodríguez y desciende por la de Ofelia Nieto con dirección a la M-30 y
a la Nacional 5, allí, sin tráfico, decide encenderse un purito sin filtro y
colocar en el Cd Sunday Morning ( Reed-Cale).
En la sociedad
gastronómica todo está preparado: viandas y bebidas además de los utensilios
necesarios. Cuando por la mañana Manuel Malasaña acude junto a su amigo el
abogado y director de prisiones de Topas, ( Salamanca ), Manolo Garrigues, a
tomarse unas cañas, picar algo, y saludar, no sabe si por ese orden, Tomasita
Silvaredo corta pan en la cocina con un mandil de Pinocho que le cubre del
cuello hasta los tobillos; junto a una tinaja de ponche, Cibrán Tameirón
imparte clases y cuenta como un año perdió una camiseta en un encierro que
según él, corría desde la puerta de Covilo a la Plaza De la Cava. A su lado,
medio ladeados y con caras achispadas, con sendos vasos de plástico sostenidos
en sus manos y llenos de cerveza mañanera, Pedro Mármol, Torimio Berrines y
Domenico Ravanelli, asienten y se ríen de lo que narra, no saben si de él o con
él.
Con un sol de
justicia, un día antes de que empezasen las fiestas propiamente dichas, pasadas
las 16.00 horas y con sendas llamadas a los móviles de algunos contertulios que
reclamaban su presencia física, pero ya; salen todos de la sociedad
gastronómica con caras más que amigables, lo pasaron tan bien que hasta Manolo
Garrigues cantó, bebieron, comieron y cuando doblaron, algunos para la calle
Alonso VIII y otros continuaron por la de El Cuerno, se escucharon unos pedos que restallaron solemnes.
Manolo Garrigues
se toma un par de días de asueto, de asuntos propios. A él no le gustan las
fiestas de La Ciudad Pasmada, ni lo
encierros ni los toros en sí, pero sí la juerga, el desenfado de la gente, por
otra parte formal y correcta, pero demasiado encorsetada, que por esas fechas parecen
deshacer y hasta parecer simpáticos. El alcohol, las muchas viandas, el
colorido, hacen que el director de prisiones se acerque desde Salamanca
hasta el pueblo que lo vio crecer. De hecho, mantiene el antiguo piso de sus
padres, que como Manuel Malasaña con el suyo, no quiso vender, ni sus hermanos
claro, porque son tres, y mantienen los pagos al día de comunidad, gas,
electricidad, IBI. Vamos, que en eso los dos amigos van a la par.
La noche del 22 de
junio, Manolo Garrigues y Manuel Malasaña, se la dedican a ponerse al día de
sus cuitas. El abogado necesita espacio y tiempo, se tiró trece años opositando
a fiscal y cuando en su casa se cansaron de tanta sopa boba, se sacó con el número 1 la de Ayudante de Instituciones
Penitenciarias. Cuarentón largo cuando decidió que quería tener novia y
casarse. Y dicho y hecho. Pero ahora, doblada la cincuentena y asentado, necesita
dejar a la mujer y al pequeño Diego, aunque sólo sea un par de noches, y
regarlas de desenfreno y alcohol, que no de sexo. Y para eso nada mejor que su
alma gemela, Manuel Malasaña, criado en el mismo pueblo y con gustos refinados
y semejantes.
A la orilla del río Alagón, dan cuenta de un pollo asado, unos pimientos, una tortilla española, unas
jarras de sangría, servidos con esmero y cierta coquetería por una camarera, sino mona, sí interesante, que no les pierde de vista entre la recogida de los manteles de papel y la limpieza de las mesas; allí, es el sitio idóneo para yantar, conversar, observar,
no ser excesivamente molestados con gentes lugareñas que se acercan a
saludarles. Filosofan, se les da muy bien a los dos: de la familia, esa herramienta para
triunfar en la lucha contra el demonio, en caso contrario se convierte en una
rémora que no permite moverse con aplomo y huir de los peligros.
Miccionados en
condiciones, es el momento idóneo para subir a La Ciudad Pasmada, bordeando con el coche la autovía, se aposentan
en una terraza donde el rock es el correcto, ni histérico ni nuevo, mainstream
para no asustar, pero que quieren, esto no es una urbe. El sitio se llama La Bien Pagá abierto el otoño anterior, su dueño, Melón, aprecia el lustre de sus dos clientes y se esfuerza junto a su pareja, Marianita Marquesado, una rubia todavía de buen ver, pero mejor no escuchar.
Varios rones después, ya muy entrada la noche, se agradece el fresco que corre por las viejas murallas de la pequeña villa, sin gentes, sin molestias, poco a poco va bajando el alcohol ingerido en sus cuerpos y es hora de coger el coche y que Manuel Malasaña deje a Monolo Garrigues en la casa que fue de su infancia y primera juventud, y él, se vaya a la suya.
Varios rones después, ya muy entrada la noche, se agradece el fresco que corre por las viejas murallas de la pequeña villa, sin gentes, sin molestias, poco a poco va bajando el alcohol ingerido en sus cuerpos y es hora de coger el coche y que Manuel Malasaña deje a Monolo Garrigues en la casa que fue de su infancia y primera juventud, y él, se vaya a la suya.
No digo frescos
como unas rosas, pero presentables, Manuel Malasaña y Manolo Garrigues quedan a
la hora del vermut para volver a callejear por las calles de las murallas,
donde apenas hay gentes y qué lo largo de la tarde se inundaran de barahúnda
diversa. Asisten, asomando sus cabezas por las puertas y ventanas de las muchas peñas, hoy convertidas en sociedades gastronómicas, en su mayoría, con el único fin de
beber y yantar a gusto sin moscas cojoneras que solivianten los ánimos,
bastante tienen algunos con aguantar a los cuñados y añadidos de algunos
comensales. Y observan los preparativos diversos de cada sitio. Andan despacio,
ojeando y charlando como dos viejos camaradas que son.
En su recorrido llegan a la portona de Las Cuatro Calles y deciden subir a la Plaza de la Catedral por la calle Albaicín,
asisten algo decepcionados a la subida de el Tradicional Encierro de Bueyes con los Caballistas, o sea, una
docena de cabestros rodeados de medio centenar de jinetes que no dejan ver ni
los cascos de los animales, que los suben a los corrales para más tarde dar
rienda suelta en los encierros, algunos de ellos serán compañía del toro que ya
de madrugada le acompañaran, o lo intentaran, hasta su llegada a la Plaza De España, sede que hace las veces de coso taurino.
Se toman una hora
larga en La Catedral, y deciden tomarse un café en el Hotel Palacio, que Manolo
Garrigues no conoce. Allí hablan de sus primeros amores, Manuel Malasaña de los
trajines que se traía con Rosa de Peñacabreada, novia formal y todo, de sus
besos encarnizados en los jardines de la Santa Iglesia Catedral previo salto de
un muro, no exento de cierto riesgo, que daba a unas chumberas hermosas y
pinchudas. Al fondo el olor del río Alagón a su paso por La Ciudad Pasmada, junto a la música de fondo de los chiringuitos
de verano, las luces multicolores y la escasa iluminación de algunas calles del casco
viejo. Manolo Garrigues confiesa su amor frustrado por Dory Pinero, amiga de
ambos desde los tiempos infantiles y bachilleres, y hablan de la vida y
milagros, de lo que fue y no fue. Al cabo de los cafés deambulan a las sombras
de las rondas, calzadas, callejones…que tantos recuerdos les traen.
Del Palacio
Episcopal salen por la calle de La Iglesia y observan lo que crece la grieta de
la Catedral, como un viejo costurón en una ballena. La siguiente, Obispo Moreno
Barrios, les deja al final de la de El Sol, dan la vuelta y andando sobre sus pasos ahora cogen la calle Alonso Díaz para desviarse enseguida por la Oscura para desembocar en la Plazuela De San Benito, de ahí a la de Alonso VIII y
giran a la derecha para coger la de El Almendro, donde Pedro Mármol y Polipia
dan los últimos toques a la peña La
Alegría De La Gente, convertida en sociedad gastronómica. Charlan, ríen, se
toman unas cañas, y a eso de las 15.00, hoy más formales y verticales, Manuel
Malasaña y Manolo Garrigues se dirigen a comer al mesón de Chito, donde dan
cuenta de unos entrecots bien hechos y pasados junto a unos pimientos rojos. Luego, ambos, cada uno en su casa, se
echan una siesta de las de pijama y orinal.
A las 20.00 en punto se da el aviso de que va a salir el
encierro de los cabestros por la zona habilitada al efecto. Manuel Malasaña se
coloca debajo de la ventana de Chapu y pasan los animales protegidos por más
“pastores que corredores”, más que nada es para la chavalería, o sea, la
cantera y algún cincuentón en buena forma que todavía quiere… Cuando a los
pocos minutos hacen el camino inverso, apenas se ha movido de su sitio nuestro
hombre, es más, le ha dado tiempo de charlar con un viejo amigo, uno desde la
ventana de su casa, el otro pegado a la acera. Cuando acaba el asunto, se
sienta en la terraza de Toscano donde espera a que en pocos minutos aparezca
Manolo Garrigues. Allí se toman sendos cafés, sin móviles, con tiempo para
seguir charlando y a la espera de acudir a su peña, o sea, la sociedad
gastronómica La Alegría De La Gente, donde Manuel Malasaña es
socio fundador desde sus inicios, no Manolo Garrigues, pero eso da igual, para
un rato que está la criatura… A eso de las 22.15 levantan sus posaderas de la
cafetería Toscano tras alguna copita y se dirigen a yantar, pasan rodeando la Plaza de España donde no llegan a entrar por el gentío que hay y el intenso olor a humo con la “quema del capazo” y el inicio oficial de las fiestas de
San Juan, santo patrono de La Ciudad
Pasmada, se desvían por la calle Moros y luego por la Del Rey.
En el local de La Alegría De La Gente, hay varios
comensales, contertulios, grupos acá y allá, otros están en la calle de El
Almendro, todos sin excepción charlando y con un vaso de plástico de cerveza,
lleno, medio o semivacío. Entre las voces generales, se hacen un hueco, previo
saludos diversos y apretones de manos o tórax, según la confianza, Manuel
Malasaña y Manolo Garrigues dan buena cuenta de las viandas.
Cenados, bien
regados sus cuerpos de varias cervezas que cada cual se tira a gusto en el grifo colocado sobre el mostrador dispuesto para tal menester, ambos amigos salen del local y doblan
por la calle Alonso VIII, en la Plazuela de San Benito, junto a las tablas
metálicas, están colocadas unas mesas donde varios comensales de la peña El Tomatino yantan y beben a placer.
Ligero saludo con los brazos en alto y continúan por la calle La Sinagoga, cruzan la
Plazuela De San Juan, la calle Mayoral, pisan la arena de la Plaza de España, continúan
por la Plazuela De Santiago que dejan a su derecha y dan nuevos saludos a la peña La Navidad, que también con mesas y
sillas en la calle, yantan, beben y vocean a placer, alargan sus pasos a la Rúa
De Los Paños, atraviesan la Plaza De La Cava y la del El Rollo, siguen a riesgo de
romperse un tobillo por la de Las Parras, y se acomodan de nuevo en la terraza de la cafetería
Toscano a pedir sendos cafés y miccionar, ambas vejigas están a punto de
reventar.
Manuel Malasaña
saca su pitillera y enciende un purito, mientras charlan y ojean el exterior variopinto de viandantes y mercaderes. Cuando llega a casa
son casi la 1 de la madrugada, dejó el móvil cargando por lo que se encuentra
con varias llamadas perdidas y dos mensajes. A los pocos minutos suena el aparato, es su
hermana Teresa, que en una hora llegaría aproximadamente. O sea, que estará con
tiempo al primer encierro, lo cual alegra a nuestro amigo. Los dos avisos son de Mónica. Mal asunto, peor negocio, marca
rápido el número de la mujer pese a la hora.
Solventados algunos problemas domésticos, Manuel Malasaña
se mete en la ducha, salen por el sumidero vapores etílicos y la secreción de
la sudoración. Afeitado, con crema hidratante para la cara y las manos, se
cambia de ropa, deja los pantalones cortos y la camiseta de los Stones en el
barreño para lavar, y se coloca sobre el tórax una limpia con unos vaqueros
largos y negros a juego con los calzoncillos, también oscuros. Espera en el
rellano de la calle a que baje andando parsimonioso Manolo Garrigues, que
supone, habrá hecho algo semejante. Y por la acera del bar Galeón aparece el
susodicho, con ese balanceo que parece Pedro Navaja y esa sonrisa tan familiar.
Despacio, sorteando a docenas de adolescentes alocados con sus carreras y móviles
en las manos en forma de hachas de
guerra por la ancha Avenida, llegan eludiendo a la barahúnda que hay en la Plaza De La Encomienda y la del Rollo y se acercan a la Plaza De La Paz; primero en el mostrador, luego en la
terraza cuando hay espacio en La Bien
Pagá, se toman dos rones como dos soles. A eso de las 2.30 de la madrugada,
Teresa, algo cansada pero con el rostro radiante, se une al dúo y se coloca un
Bayle entre pecho y espalda.
Con calma, pero
con paso firme, los tres se dirigen a la zona del encierro y se hacen un hueco
en las talanqueras colocadas enfrente de una agencia de viajes. Charanga para
arriba rodeada de bailadores folklóricos y ataviados con pantalones y camisas
blancas con pañuelos rojos al cuello y fajín (algunos ), en su cintura;
cohetes, bullicio, casi lo más importante para los hermanos Malasaña y Manolo
Garrigues es que no los pisen, ni a su vuelta, con más barahúnda de la que cabe
en la ancha Avenida. La noche de San Juan es quizás la más pintoresca de estos
festejos por la enorme alegría que se desparrama en todos los rostros, sobrios
y beodos, mentecatos y coherentes, observan a gentes que en su discurrir
cotidiano a lo largo del año parecen tener una escoba clavada en el culo y
verles tan lozanos y dicharacheros, ¡sorprende!; y así año tras año.
Con el anuncio de
salida al encierro por la megafonía del recorrido y ojeando al cielo la subida
del chupinazo que indica que cuatro cabestros y un toro van a descender por la
Avd. Sierra de Gata, para encarar la calle de El Encierro, la Plaza del Rollo,
la Plaza de la Cava y volar literalmente por la Rúa de los Paños y girar a la izquierda en la
de Las Cuatro Calles, para entrar como una exhalación en la Plaza de España que
hace las funciones de coso taurino acomodado de arena para tal menester; si
todo va bien, los animales entraran en chiquero y serán separados con rapidez:
cabestros y toro. Al regreso por el camino inverso de los primeros, esperaran
pacientemente los hermanos Malasaña y Manolo Garrigues semejante
acontecimiento. Luego, entre la enorme barahúnda de gentes que se dirigen al
“coso taurino” para ver una lidia, es un suponer, caminan hasta poder llegar a
un lugar y darse unos tragos en forma de homenaje.
Acudirán para
hacer tiempo a la calle Las Monjas donde Marcial Fernández regenta un mesón y
desde una pantalla de televisión con circuito cerrado, observar los lances de
algunos mozos, en recortes y otras curiosidades, al toro. Media hora aproximadamente
estará el animal en dicho coso; a intervalos de 10 minutos se toca una
campanada, son tres, y a la tercera, va la vencida para que el animal salga por
las calles del recorrido debidamente habilitado al efecto. Serán cuatro las vallas metálicas con sus cancelas dentro de la Plaza de España que se abrirán, anunciadas
siempre por megafonía, y en el segundo toque, quien desee entrar en el tablado
gratis, puede hacerlo ahora, una vez que tanto las gradas superiores como las
de pie, se han desalojado bastante y hay huecos por cubrir. Manuel Malasaña lo llama “la campanada de los pobres”. En realidad ellos no pagan el tique,
muy económico, de unos 4 euros, porque se entretienen mejor mojándose el
gaznate con un buen ron, ahora que nadie de los presentes es corredor
profesional.
En La Ciudad Pasmada se sabe si un toro es
bueno en función de lo que aguante corriendo por las calles, es lógico que pare
de vez en cuando, pero cuanto más trotón sea, más jolgorio y espectáculo da,
esa es la cuestión. Decir que es peligroso, no, lo siguiente, como la vida
misma. Que un encierro es un acto violentísimo sería quedarse corto, que te
juegas la existencia o quedar malparado es de lógica el decirlo, y más como en
el caso de Manuel Malasaña que lo ha vivido de primera mano, pero sarna con
gusto no pica y además a nadie se obliga a semejante espectáculo y riesgo.
Abiertas las
cuatro vallas metálicas de la Plaza de España, ya es cuestión de que el toro
salga por la que le da la gana. Normalmente son algunos voluntarios en forma de
corredores que con su insistencia hacen que el animal se fije en algún homínido
o algún escaso maletilla ponga su capote en los morros del cuadrúpedo y éste,
en su valentía, arranque, y por su inercia salga del coso arenoso. Saldrá esta
vez por Las Cuatro Calles y llegará en su ascensión rápida por la calle
Albaicín, estará escasos minutos al fresco que proviene del río Alagón encima
de la hierba de un jardín, y las pezuñas del animal se lo agradecerán, más
acostumbras a éste que al asfaltado de las calles. Como el toro se mueve y no
es cuestión de correr de un lado a otro, sólo Teresa Malasaña se va, deja atrás las
todavía bienvenidas que varios conocidos, algunos miembros de la peña gastronómica
La Alegría De La Gente, se encuentran
en los bajos del tablado del Ayuntamiento, mientras Manuel Malsaña y Monolo
Garrigues deciden caminar por las calle de Las Monjas y sentarse tranquilamente parte de noche en las graderías de la Plaza De San Pedro.
El toro sale
trotón y recorrerá grandes territorios entre las murallas de la ciudad por la que puede
correr, más que nada en busca de una salida que le deje en paz. No será posible,
en su vano intento de libertad cogerá a dos mozos volteándolos violentamente
en la calle Del Rey y a un tercero que lo achucha contra la columna de la Plaza
De San Pedro. A las seis de la mañana el animal se encuentra de nuevo en el
jardín de La Catedral, cuando Manuel Malasaña quiere ir al tablado que está de
espaldas al animal a por una docena de churros, el puesto está allí, y, o espera
que el animal lo maten de un tiro en la cabeza por un profesional habilitado al
efecto, o se arriesga antes de que venga el séquito de acompañantes de dicho
individuo armado. Sopesa las posibilidades desde lejos y decide pegarse al muro
de La Catedral y sumiso y a paso felino, alcanzará en unos segundos los barrotes
protectores, pedirá doce porras y con la bolsa de plástico, caliente por cierto, que contiene el alimento, saldrá por la Plaza Dr. Viera y a escasos metros del
toro, que de soslayo sigue de pie en el jardín de La Catedral. Sin perderle de
vista y pegado a la pared enfilará la calle Albaicín cuesta abajo y saldrá por
la portona de La Guía, conocida popularmente por Las Cuatro Calles; ascenderá la pendiente de la calle Hornos, donde
se haya habilitada una ambulancia para cualquier emergencia, y sentados en unos
poyos de la Plaza Del Rollo, aguantando a la muchedumbre de gentes que allí se
aglomeran dando voces y bailando, unos haciendo botellón y otros dentro del pub Elisa, Teresa Malasaña y Manolo Garrigues esperan al corredor improvisado con su avituallamiento.
Para el director
de prisiones de Topas ( Salamanca), las fiestas han acabo cuando en la acera de
la Avenida se despide de los hermanos con sus cuatro porras envueltas en un
papel marrón. Cuando despierte, bajados los muchos vapores etílicos que su
cuerpo encubre, cogerá la carretera a lo largo del día. Los Malasaña se van a
su casa, Manuel se meterá en la cama nada más llegar, Teresa desayunará y se
echará un pitillo mañanero, observando y escuchando el jolgorio de los cientos
de pájaros que revoletean en los tejados del colegio público que tiene enfrente
de su balcón.
Como batiscafos asoman sus cabezas varias personas entre los barrotes de la cafetería Burbujas y la Heladería ante la inminencia de la salida del toro y los cabestros para el encierro matinal de las 13.30, hecho que se ha consolidado con los años, más que nada porque así el animal que se “lidiará” por la tarde, a las 20.00 horas, ya se encuentre acomodado en el chiquero hasta su suelta al coso taurino y luego por las calles. También, es una medida económica para que los muchos lugareños, añadidos, forasteros y curiosos, se dejen sus cuartos en las muchas barras de los bares que se encuentran instaladas en las calles. Beber, comer algo, bajo un sol de justicia que el que más y el que menos intentará resguardarse en las sombras de los árboles a lo largo del asfalto de La Ciudad Pasmada.
Manuel Malasaña
baja con su cámara digital pequeña e intentará sacar una sola foto, generalmente
buena, pero a veces no hay suerte. A la sombra de un árbol junto a medio
centenar de homínidos ataviados con sus camisetas de las peñas
correspondientes, pañuelo rojo al cuello y muchos pantalones cortos, observa
como unos instantes antes de soltar el encierro un grupo de unas doce muchachas
jóvenes, por debajo de la veintena, corren entre risas sin par y con una lozana
alegría brillándoles en la cara, a buscar refugio entre los barrotes de la
cafetería Burbujas.
Cuando se ha dado
el chupinazo y el aviso pertinente por megafonía, Tristán Balmaseda, un
octogenario vestido todo de blanco y con una cayada que abulta más que él, con
un sombrero de la Peña El 27 y un
puro en las comisuras de sus labios, apenas le da tiempo de subirse un escalón
en las talanqueras que lo protegerán de una cogida segura. No pasa nada, año
tras año hace lo mismo el antiguo emigrante en Alemania y tabernero unos pocos
en El Hiroshima, forma parte del paisaje.
Teresa Malasaña ni
se molesta en levantarse, cuando su hermano llega a casa contento con la foto
que ha realizado, todavía duerme. El muchacho, por así decirlo, se ha tomado
una cerveza fresca con Cantariño en el Burbujas cuando los cabestros han subido
de vuelta a los corrales, y Gonza, su amigo de la infancia que subían al
castillo de la ciudad cuando chicos, junto a Pepe Mosca, le recrimina la
camiseta que luce, de entrenamiento del Barca. Sonríen y se gastan bromas, en
el fondo recóndito de sus almas se reconocen los gestos y la alegría por estar
un año más vivos y poder contarlo dignamente.
Manuel Malasaña
compró unos congelados en el supermercado Mercadona el día antes de que llegase
su hermana, pero la mayoría de los días comerán en Los Kekes. Otras no, hace un
calor de castigo y aunque sea a las 15.00 pasadas, la mujer hará algo de
yantar, más que nada, por no salir. El mayor de los hermanos por si acaso ha
adquirido el último “pan grande” que quedaba donde Pili Vaquero, el único sitio
abierto en toda la ciudad, pues hoy, día 24 de junio, es la fiesta patronal de La Ciudad Pasmada y todo está cerrado,
salvo hospitales y policía, como es natural. La hostelería y adyacentes tampoco, claro.
Si es cierto eso de que hay tres colores buenos, el
blanco de la inocencia, el azul que enseña el cielo por encima de las nubes y
el verde de la mar y de la confianza, y tres colores que castigan el alma, el
negro de “demo carneiro”, el encarnado de la sangre fuera de las venas y el
amarillo de la envidia y sus malos consejos, pues si todo lo dicho tiene alguna
consistencia efectiva, Manuel Malasaña, salvo el último, será condenado en los
infiernos eternos. Su paso tranquilo le lleva Avenida abajo en dirección a la calle
de La Corredera, donde un amasijo de puestos ambulantes intentan venderte cualquier
cosa inútil y que además no necesitas, pero claro, nadie se acostumbró nunca a
vivir sin comer.
El portón de la
Plaza De San Pedro está atestada, más gentes todavía en los barrotes que están unos pasos por delante y una música, es
un decir, que compite por ver quién es más animal y rompe tímpanos, los
tugurios de La Campana y La Portona, no es que no oigas nada inteligible en
varios metros, es que te quitan hasta el pensamiento. Camina unos metros entre
la barahúnda de personal ataviados con sus pantalones y camisas blancas con
pañuelos rojos al cuello, otros con camisetas de diversos tamaños y modelos de
las varias peñas locales, y en la calle de Las Monjas observa a Manolino
González agarrado a un barrote con sus gafas oscuras esperando que de un
momento a otro toquen la tercera campanada y suelten al toro por las calles. Él deambula callejeando, si sale por donde está ubicado bien, sino al rato irá a la peña que tiene situada en la calle de Las Hilanderas. Ya sólo aguanta por las tardes, de madrugada, en el encierro se acerca ubicándose en las talanqueras de la calle de El Encierro y luego se va dormir. Se
saludan, sonríen y apenas unos minutos más tarde se encamina Manuel Malasaña a la Plaza de
España, donde descongestionado de gentes, entra al tablado inferior del Ayuntamiento y ve unos
instantes al animal, que ahora ya sí, tiene abiertas las vallas del coso y
puede salir en busca de su ansiada libertad, que como ya hemos dicho, no
encontrará jamás, pero eso, él, no lo sabe.
Dios es muy suyo y
tampoco comunica a sus homínidos cuando y en qué circunstancias te llamará a
pedirte alguna explicación, o simplemente se aburre y decide cambiar de peón en
la partida, a fin de cuentas todos nos vamos dejando la piel por el camino,
todos nos vamos oxidando poco a poco de hastío y de monotonía, todos nos vamos
borrando del recuerdo de todos, la memoria es como la rémora que se pega al
casco del patache, la gente olvida que para seguir viviendo con holgura no
basta con fingir la razón, hay que poseer, devorarla y digerirla. Así pues,
porqué va a tener mejor final el toro que Manuel Malasaña, si además tiene la
enorme oportunidad de llevarse a alguien por delante, lo que daría uno en su
sano juicio si tuviese, aunque sólo sea un ratito, el poder hacer una lista y
aprovechar el instante, ese momento excepcional en el Universo cuando los
dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único,
desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre.
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