EMILIA # 18
A
veces la mejor manera de esconderse del enemigo es mostrarse.
Como cada mañana sale
temprano, con la fresca, ajustado su bolso en bandolera se dirige por la calle
Duque de Alba, donde tiene su piso en un 2º sin ascensor, de amplios ventanales
a la calle, lustrosa balaustrada y portal señorial y grande, con dirección al
metro de la Plaza de Tirso de Molina. Línea 1 hacia arriba en busca de Plaza de
Castilla, pequeño trasbordo para coger la 10 y bajarse en Begoña, a las puertas
del Hospital de La Paz. No, no es que Emilia vaya de visita o a alguna revisión
rutinaria, es que ella trabaja de Enfermera en dicho centro desde que comenzó
el siglo, el XXI.
Antes había hecho prácticas en
Navalcarnero, Las Rozas, de jovencita, y sacó la plaza donde estuvo varios años
en Baza (Jaén), luego tuvo a su hijo de un amor pasajero, en Alicante, allí
arrumbada por los sones del Mediterráneo, las lunas llenas, el olor del mar,
los atardeceres. Un buen día, ya con el niño adolescente (porque ella lo había
engendrado, parido y criado, más bien sola), decidió pedir plaza para la
“capital”. Tardó algunos años, al comienzo del 2000 pudo recabar en Madrid, en
pocos meses se compró su piso en Duque de Alba, era lo que había, quería el
centro y sus posibilidades eran interesantes (según el director de su sucursal,
pero limitadas). Así pues Emilia, que esta primavera acaba de cumplir los 55
palos, es madre de un muchacho treintañero, de profesión informático, y lo que
más quiere en este mundo; y además, con trabajo y sin novia ni nada parecido.
¡Que manía con tener que emparejar a todo el mundo, piensa ella!
Emilia está enfada casi de
manera permanente con la situación laboral. Propia, ajena, con sus compañeros,
muchos anegados servidores del poder, otros no, claro. Ella se encuentra en
este grupo. Siempre reivindicativa, harta de recortes sanitarios que perjudican
al débil, al desamparado. Por eso, cuando esta madrugada coge el 20 Minutos (periódico gratuito que
reparten en las bocas de los metros a 1ª hora de la mañana) hojea con estupor
los titulares, siempre lo lleva enrollado en su mano derecha, pero salvo
sorpresa, apenas recupera los titulares. Cuando llega a La Paz, se cambia y se
coloca el uniforme blanco con las medias y los zuecos del mismo color, suele
dejarlo en la mesa de recepción para que alguien a lo largo del transcurso de
la mañana lo utilice como mejor desee.
Emilia ha hecho cuanta huelga ha
creído conveniente, y bien que se lo descontaron de las nóminas
correspondientes. Pero es que hay cosas que no se pueden permitir. Ha visto y
sentido miedo en los ojos de la gente. No justifica la violencia, pero le
parece legítima cuando pretende hacer respetar el orden establecido. Por el
contrario, la considera ilegítima la que proviene de individuos que actúan por
su cuenta y en su propio beneficio. ¡Vaya, vaya!
¿Qué hace que una tipa ocupe
cargos y responsabilidades múltiples durante años, que apenas deje respirar
alrededor suyo y tenga estipendios económicos superiores al resto? ¿O qué
alguien ocupando su puesto de privilegio amase una fortuna de dudosa
justificación y mantenga sus depósitos en paraísos fiscales? Que el partido al
que ella había votado incansablemente hasta hace una década, en vez de ser
motor del cambio del sistema, se haya adherido a él como una rémora y asienta a los poderes económicos como un
fiel mayordomo; dicho coloquialmente: está para transformar el sistema, no para
apuntalarlo, o eso creía ella.
Emilia está convencida de que
la delincuencia individual funciona como contrapunto de la delincuencia
generalizada de los Gobiernos y de las grandes corporaciones que actúan como
tales. Sucede en todos los sitios, trust acompañados de ejecutivos
gubernamentales legales avasallan a las minorías, reprimen a los opositores,
torturan, matan o cuando no pueden, declaran una guerra en nombre de los
derechos humanos, que no deja de ser un atropello a la inteligencia humana.
Algunas prensas, algún libro, denuncia semejante anomalía, pero embrutecidos
por la televisión y eventos múltiples a lo largo del año, tipo Mundiales de
Fútbol, Olimpiadas, Navidades, Ramadanes… dejan al personal con un líquido
amniótico permanente… hasta que alguien explota. ¿Cómo? A lo mejor dando 3
disparos en la pasarela de un puente a quien ocupa tantos cargos con sus prebendas
económicas como si el saco no tuviese fin. O alguien lanza un zapato de rabia a
un Presidente de Gobierno en una rueda de prensa o le acorralan en su casa
porque el culpable de quien les ha quitado su vivienda vive allí, y además de
echarlos de la suya, encima pretende legalizar la situación y que permanezca la
deuda contraída de por vida.
Emilia, está muy enfada con el
sistema. Que no es malo, simplemente
hay que ponerlo a trabajar y no dejarse llevar por el desasosiego de que todo
pasa, nada queda y cuando deseas poner orden, ¡ha prescrito!. Eso sí, si eres
pobre, nunca; sino, estás a salvo… Esa violencia institucional apenas es capaz
de esconder la brutalidad explotación a la que ha conducido a la mayoría de
habitantes de este país y a condenarla sin servicios tan básicos como el
respirar; una salud pública eficiente y demostrable pero que a alguien se la ha
ocurrido ponerlo en cifras, tanto tienes, tanto vales y así se te cuidará. Así
nos va, cree Emilia, ese embrutecimiento bien alimentado por una publicidad
hábilmente instalada en nuestras exiguas vidas a través de carteles
publicitarios, cuñas radiofónicas, canales de televisión que no nos dejan en
paz para que el sistema siga engullendo garrulos
para cambiar de coches cada pocos años, de casas con piscinas y garajes, de
chalets adosados, de zapatos de marca, de camisas y pantalones de etiqueta…
Emilia no pierde la esperanza.
Si se hubiese callado, si no se hubiese mostrado tanto, si dijera las palabras
politícamente correctas, si … No, ella era así, tal vez hoy sería Jefa de Planta,
ganaría más, pero dormiría peor, siempre hace bueno el verso Óscar Wilde: todos estamos en el fango, algunos miramos a
las estrellas.
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