LA GATA CONOCE EL CAMINO
He cumplido 50 años, una edad que ya no parece deseable doblar. Lo vivo con estúpido entusiasmo, no sé muy bien si por distanciarme una vez más del intransferible pasado o por estar un poco más cerca de la meta.
Nada parece haber cambiado sustancialmente al cruzar el
ecuador del medio siglo, salvo que la duración y la intensidad de las resacas
parecen reclamar una moderación que deberé aprender y el apaciguamiento de la libido,
hoy serena delectación cuando ayer era atropello hormonal. Pero en lo básico,
sigo siendo el mismo idiota de siempre. Pesada carga, opinarán quienes me conocen
bien en lo bueno y en lo peor, en cualquier caso un pero que
procuro hacer liviano extraviándome en la vida de otros - para eso están
los discos, los libros, las películas, los amigos - , y perdiéndome en mi
propia mente, que siempre es laberinto inescrutable e inabarcable si uno ha
hecho la gimnasia pertinente a lo largo de los años.
Siempre quise hacerme mayor, o dicho de otra manera, nunca
me apeteció estar escuchando órdenes y además obedecerlas de los adultos, no
tengo un ápice de nostalgia del pasado, creo que lo mejor es ahora y lo que
queda por vivir, tal vez se deba a que la genética me pisó muy pronto el
orgullo en un oscuro portal y el beso de la muerte entró demasiado pronto en mi
casa sin ni siquiera llamar.
Visto lo visto, y a falta de referentes familiares que
guiaran el camino hacia la luz , anduve despacio y sigiloso detrás de la gata
que conocía el sendero, y en la pubertad llené de pósters de ídolos musicales y
carteles de películas la habitación, que compartían espacio con mis
escasos sueños con una enigmática foto en primer plano de un rostro
infinitamente arrugado y medio ciego, John Ford, un director tan viejo
como la tos. No, la juventud nunca fue un tesoro divino, sino la larga espera
de una sabiduría y una serenidad que nunca llegaría, pues tan incierta es la
madurez como desesperada es la adolescencia.
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