CONCIENCIA







1.- NATALIA FIGUEROA.-
2.- EL MEJICANO.-
3.- LA ORGANIZACIÓN.-
4.- EL HECHO EN SÍ.-




1.- NATALIA FIGUEROA.-  Algunas mañanas todavía se levantaba con la respiración agitada y mojada. Una fina fila de orín se escurría sobre sus muslos, y eso le decía que no había dormido del todo bien y le molestaba, porque acudían a su mente hechos acaecidos hace una década.
 El cuerpo responde a la actitud de la mente, te da pistas de que algo anda mal. 
 Ha intentado que todo pasase, como sino hubiese sucedido, algo trivial, sin importancia, pero sólo el paso del tiempo ha acrecentado el dilema en su mente. Desearía que no apareciese más en su cerebro, pero esta mañana otoñal el liquido excrementicio que secretea los riñones ha pasado de su vejiga a la uretra sin su permiso, y aunque son unas gotitas, como esas manchas apenas perceptibles en su compresa cuando sabe que le va a bajar... le molestan, y vuelven a su mente hechos que no la disponen en el mejor de los ánimos.
 Tarda en levantase esta mañana, todavía da alguna vuelta debajo del edredón de plumas sueco. Para cerciorarse, coge su móvil y observa la hora, apenas las 8.30. ¡Un poquito más!
 Lucía ha salido ya. Es su compañera de piso, a veces amigas otras distantes, según... comparten espacio porque les interesa a ambas, pero no son lo que podría decir íntimas. cada cual dispone de su espacio, amistades, horarios...
 Desayuna bien: su yogur y su taza de colacao con migas no se lo quita nadie. En el metro revisa su móvil: mensajes, whatsapp, internet... cuando se da cuenta se encuentra en las escaleras metálicas que dan salida a la calle. En Conde de Casal hay tráfico, gente que estorba con sus paraguas, se ha puesto a llover, así pues no le queda más remedio que echar a correr por la acera esquivando personal. No sabe muy bien porqué se ha colocado el bolso en la cabeza, como si eso le protegiese verdaderamente de mojarse los cabellos, pero es algo instintivo que hacemos todos. Cuando llega a la farmacia, Paloma De Palacios, la licenciada dueña del establecimiento ya tiene su bata blanca colocada sobre su cuerpo y sus gafas de pasta roja en el punta de la nariz. Suele llegar la 1ª. Allí está colocando cajas debajo de los mostradores. 
 Natalia Figueroa se cambia y recoloca sus mojados cabellos con el cuenco de las manos y un espejo de baño. Apenas quedan unos minutos para levantar la puerta metálica. Gira la llave y asciende lentamente el metal fortificado del establecimiento, la luz entra a raudales en el local pese a la mañana tormentosa. Como una aparición, Micaela está ahí plantada, con sus gafas oscuras, su gabardina beis, sus cabellos rojizos y su sempiterna sonrisa. Entra jovial y se dirige al baño para cambiarse, es la otra auxiliar de farmacia. Ambas son muy eficientes, y Paloma De Palacios está contenta, de hecho va para un lustro que laboran juntas, lo cual es un premio. Sus distintas edades y caracteres quizás hace que hasta se lleven bien y soporten varias horas y clientes, en compañía reciproca.



  A parte de los habituales clientes que venían a por sus pastillas periódicas  y algún pasajero casual, la mayoría solía concentrarse a partir de las 11 que salían del ambulatorio cercano y entraban con sus recetas en la mano como las notas de final de curso. Mientras Natalia Figueroa estuvo ocupada, que fue la mayor parte de la mañana, no se concedió tiempo a pensar en "aquello " que de vez en cuando la limitaba, de manera irracional. 
 Colocar medicamentos en sus departamentos, las cajas se acumulaban con la llegada del último repartidor y habría de dejar la mayor parte ubicadas en sus cajones antes de que aquello pareciese un supermercado. Pasadas las 12.30, se fue a tomarse un café y echarse un pitillo mientras sostenía la taza en el alfeizar de la ventana del bar. Allí, como no quiere la cosa veía pasar a la gente, ahora más espaciosa y sin paraguas, pues la mañana fue amainando un poco. Entre saludo y saludo de algún asiduo que la reconocía, no era difícil, siempre salía con la bata puesta y en su bolsillo superior derecho, su nombre la delataba.
¿ Qué haría ? Porque no se le fue de la cabeza que el tal Hipólito que hoy vivía en Guadalajara con su bebé, su mujer y su chalet adosado,¡ la violó !  Tal cual. Sí, hace casi una década, en las fiestas alcarreñas de su pueblo, donde se criaron, pero lo tuvo clavado todo este tiempo sin decirlo a nadie. Para adentro. 
 Todos se conocían, familias y entornos, pero cómo justificar que una noche de luna de agosto aquello se les fue de las manos. Bueno, a él, porque ella, Natalia Figueroa achispada de varias cervezas trasegadas a lo largo de las horas, nunca imaginó que acabaría en un matorral en los brazos de Hipólito, otro veinteañero como ella.
 Luego sólo recordaba ir trastabillando andando sola por un camino vecinal, observar los colores oscuros y dorados de los tejados de su pueblo, tan característicos de sus pizarras, esos horizontes recortados en el fuego de la luz de la Luna. Mientras, a lo lejos, o eso creía, todavía se escuchaba la algarabía de cohetes, voces escarchadas en la madrugada, algún vaso de cristal que caía al suelo, risas, bromas. En su casa dormían, al menos sus padres, de sus hermanos, apenas les vio hace horas, estuviesen o no, poco importaba.
 El escozor que tenía entre las piernas la hizo ir al lavabo. Allí se lavó mal, aún estaba borracha, para qué negarlo, verse en el espejo era una devolución de su rostro en formas oblicuas. Se echó en la cama tal cual llegó. Las luces de la mañana entraban por la ventana abierta de su habitación, las voces de su madre acabaron por despejarla, debía de ser la misma hora que ahora observaba en su Tissot Classic Dream, decidió apagar la colilla en el cenicero que se encontraba encima de una cuba que había en la calle del bar, pagar el café y regresar a la farmacia. ¡ Ya pensaría algo !, pero ahora quería pasar a la acción. Lo veía claro, quería vengarse.


 Cuando aquello sucedió, Natalia Figueroa había finalizado sus estudios de auxiliar técnico de farmacia, pero quería acometer, ya que tenía el grado medio, la licenciatura farmacéutica. Era la única que estudiaba en su casa. Juan, el mayor, 2 años más que ella, era feliz con su enorme rebaño de ovejas, típicas de la zona, ovino ágil y rupestre, dura y agradecida con cualquier pasto. Le daba lo suficiente para vivir bien: leche, carne y lana debían de ser suficiente para un ser simple y llano, donde los únicos libros que leyó fueron el de la autoescuela para sacarse los carnets A, B y LVA, y el que tendría de "familia", que ocuparía su espacio guardado en algún cajón cuando entró en nupcias con Loli, su novia desde la escuela.
 Del pequeño, Nicolás, poco más se podía esperar, a trompicones acabó el bachillerato y entró en formación profesional. Técnico en coches, su pasión, acabó por comprar el único taller mecánico en 50 Kms. Le iba bien, como a Puri, su mujer con la tienda de ultramarinos. Ambos la habían hecho tía por partida doble. Llanos, sinceros, pero simples como la hoja de papel en el suelo.
 Haberles comentado algo a alguno de ellos, del suceso la noche en que ocurrió, hubiese significado probablemente alguna desgracia, al margen de cómo se lo tomasen en casa. Natalia Figueroa dejó pasar el tiempo, incluso aquel verano deseó hablar con Hipólito de lo sucedido, pero el muchacho pareció no darle importancia, probablemente para él ninguna a tenor de lo acontecido. Cuando la veía la saludaba como una amiga más, a veces cerveza en mano, pitillo en el labio o una mano alzada. Sin más... sin menos.
 Lo único bueno de aquello es que no dejaría huellas físicas su encuentro erótico forzado, a las 2 semanas Natalia Figueroa experimentó los rasgos típicos de una cierta inflamación de la vejiga y la menstruación correspondiente. Otra cuestión era la psicológica, que con el paso de los meses adquirió tintes de drama en ella.
 Se sentía desprotegida, humillada en su fuero interior. Era nada. Usar y tirar, ella, tan libre como parecía, universitaria como la llamaban en su casa, a veces de forma cariñosa y otras despectivamente, según el instante y las circunstancias. Quizás era eso lo que más le molestaba. Ya en Alcalá de Henares, dentro del curso académico, le dio vueltas, pero no tenía confianza con nadie para explicar ese avatar que aconteció en el verano, y sobre todo, lo que comenzó a dar vueltas en su cerebro:¡ venganza !
 Pero cómo, con quien, qué quería realmente del tal Hipólito. Ella no, personalmente, pero claro, a veces todos necesitamos un pocero que nos limpie las sentinas, en esta ocasión del alma. Y eso cómo se hace, no iba a poner un anuncio en la prensa, vía internet, whatsapp, lo colgaba en su muro de Facebook para dejar rastros, ni en broma. El tiempo pasó, también los años, y aunque 2 novios después y relaciones íntimas unas buenas y otras desastrosas, culminaron en su instalación definitiva en Madrid, si es que hay algo certero salvo el deceso; soltera y libre. la cuestión a tamaño dilema le llegó de manera sorpresiva y sin esperarlo, al cazar, al vuelo, una conversación una tarde otoñal en la famarcía, de Paloma De Palacios con alguien en la otra línea del móvil.



 Debía de abordar la cuestión y finiquitar ese tema para siempre. Su vida llevaba en standby demasiado tiempo. Sólo funcionaba bien en los estudios, hasta que alcanzó la licenciatura farmacéutica, aunque ejercía por ahora de auxiliar, y no le iba mal, pero en unos meses rebasaría la treintena y deseaba dejar atrás fantasmas que de vez en cuando la asaltaban. Formar una familia propia entraba en sus planes, todo hasta ahora parecía un entremés preliminar a la comida seria y de verdad. Ya vería a los postres cómo llegaba.
 Paloma De Palacios provenía de una familia de medicina en 2 generaciones anteriores, por ello no era raro sus estudios farmacéuticos, vocacionales por otra parte, pero al margen de ello, su infancia estuvo marcada por las calles del barrio de Salamanca y Chamberí; colegios, amistades y hasta matrimonio salía poco de este envoltorio, pero era una mujer del siglo XXI con conexiones múltiples y entre ellas estaba la de su marido: abogado. Individuo que Natalia Figueroa había visto en escasas ocasiones en los 5 años que llevaba en la farmacia de Conde de Casal.
 Sabía que el susodicho intentó oposiciones a Jueces y Fiscales, pero jamás obtuvo plaza, por lo que resignado regentaba un despacho de abogados en la calle Nuñez de Balboa. Allí se extraían noticias curiosas, pasaban personajes contradictorios, sutiles, aberrantes y hasta de los bajos fondos estructurales del Estado. Esa fue la conversación que Natalia Figueroa captó cuando descubrió hablando a Paloma De Palacios con su marido.
 En la cabeza de la joven empezó a fraguar la idea de confesarse con su jefa, no habría más remedio si de verdad quería poner remedio a sus tormentos interiores. En una semana le tocaría guardia de fin de semana, y normalmente Paloma De Palacios solía pasarse por allí un buen rato, salvo en algún puente o vacaciones, si coincidía tal hecho. Ahí la abordaría, esperaría el momento de comentarle el asunto y ver por dónde iba todo. Ella era buena escuchadora y desde luego, excelente, dando y repartiendo consejos, en esta oportunidad tendría que ser además: práctica y efectiva.


 - Entonces, ¿ qué quieres hacer ? .- 
 Paloma De Palacios había escuchado con mucha atención lo que durante varios minutos salió de los labios de Natalia Figueroa. Hasta puso en silencio el móvil para no ser interrumpida por alguna llamada inoportuna y rompiese la tela de araña que la joven le iba exponiendo, no sin alguna lágrima y sollozo. Por un momento se le vino a la cabeza la escena de Michael Corleone confesándose con el cardenal Lamberto. Asentía como aquél, a todo, un poco sobresaltada al principio, sosegada después y fría al final.
 - ¡Vengarme!- No lo puedo soportar cómo alguien anda con la conciencia tan tranquila, tan machito y despreocupado. Sin más.- Estalló al final Natalia Figueroa.
 - Has tardado mucho en intentar algo.
 - Mejor, doña Paloma, así no se lo espera y ni sabrá de dónde le viene el palo.
 - Sí... - reflexionó de De Palacios - La verdad que pasado tanto tiempo, hasta es mejor. Dejamé que lo hable con Pablo. El lunes te digo algo, iremos juntas a tomar un café y hablamos.
 Ya sola Natalia Figueroa a lo largo del día, se fue sosegando y hasta alcanzó un ánimo de espíritu que desconocía desde hacía mucho tiempo. Las noches siguientes durmió espléndidamente, y ni rastro de pequeños regueros de orina en sus muslos cuando amanecía. Hasta se dio algún homenaje erótico el fin de semana siguiente, y para seguir con su buena racha, el sábado siguiente cogió su coche y pasó el tiempo, hasta el domingo por la noche, con sus padres, ejerció de tía y respiró mejor el aire alcarreño otoñal. ¡Algo en su interior había cambiado!.


2.-EL MEJICANO.- Juan Rovirosa no dejaba de extrañarse siempre que miraba por la ventanilla cuando el avión sobrevolaba la enorme metrópoli en busca de acomodo, el aterrizaje siempre le parecía una suerte de hallar el nido. Aquello no se acaba nunca, el aparato llevaba tanto tiempo pasando por encima de edificios que más parecía buscar una terraza donde posarse. Pero después de minutos que a Juan Rovirosa le parecían eternos, el aparato suspendido en el aire todavía descendía más y acababa por coger la pista de aterrizaje que los dejase en tierra firme.
 No sabía muy bien Juan Rovirosa porqué el personal se ponía de pie enseguida de parar el avión. Afanosos de recoger sus equipajes de mano de encima de sus asientos. Pasaban siempre varios minutos hasta que podían salir en fila india, normalmente por la parte delantera del aparato, y allí azafatos/as e incluso los pilotos, les devolvían las gracias con sonrisas por viajar con ellos. Él solía salir de los últimos aunque estuviese al comienzo del pasillo. Le gustaba observar. Nunca se acostumbraba a la aduna, a aquella urbe monstruosa y caótica que veía al salir con su maleta de mano. Cogía un taxi, daba la dirección de un hotel y allí, se desnudaría, se ducharía, comería y pasaría el resto de las horas hasta que a la mañana siguiente cogiese otro avión que lo dejase en Macuspana. Una vez, al comienzo de su trabajo, lo hizo en autobús, pero los más de 700 kims y las 8 de viaje le dejaron un poso de cansancio que lo desestimó en futuros viajes. Apenas una hora de vuelo le compensaba, y además el aparato no tenía que sobrevolar tantos edificios como Méjico D. F.  Haría lo mismo que unas horas antes en la capital federal, pero al aeropuerto irían a recogerlo y lo llevarían a su pequeño ranchito, su hacienda bien ganada con el paso de los años.
 Iba de copiloto en su Subaru 517, un modelo bueno, pero discreto y de color blanco, que pasase desapercibido que era lo que Juan Rovirosa deseaba desde aquella tarde con apenas 10 años, donde al salir del colegio un grupo de chicos mayores que él, le perseguía campo a través, sin más motivo que quitarle el balón de fútbol que poseía, y de paso zurrarle, porque les daba la gana, eran más y más fuertes, y como siempre... venían en manada.
 No contaban los agresores que una mochila raída que llevaba a su espalda Juan Rovirosa, que pasó por varias espaldas de sus hermanos mayores, ni siquiera él sabía cuántos eran sus consanguíneos, pues unos 2 murieron al poco de nacer; sí tenía claro que 4 le superaban en edad y que las 2 menores eran chicas. Bien, pues en dicha mochila el entonces muchacho guardaba un tirador y además con goma nueva, muy elástica, que aún no había probado. Siempre existía a mano alguna piedra de tamaño pequeño que encajara en la badana, y allí se quedó en un pequeño montículo, dejando el balón de cuero a su lado, echándose la mochila a su pecho, sacó con tranquilidad la resortera y buscó algunas piedricitas que encajaran. Cuando el grupo agresor se acercó, se envalentonó más al verle allí en cuclillas, sobre el polvo, cómo esperando recibir una paliza, sin más. No esperaban que Juan Rovirosa cogiese el proyectil entre el dedo índice y pulgar y apretándolo en la badana con la otra mano, y situado a la altura de su mejilla, estirase aquello cuanto podía y acertase en la cabeza del enemigo que le suponía el jefe de la cuadrilla. Soltar el proyectil y caer redondo el otro chico, todo fue uno. Aún tuvo tiempo Juan Rovirosa de colocar otra piedrecita en la resortera y darle a otro en la cabeza que también le tumbó. Acto seguido, el grupo numeroso de unos 6 muchachos, al ver que manaba sangre de sus compañeros, emprendieron la huida despavoridos y dispersos.
 No se puso nervioso Juan Rovirosa, ni siquiera se acercó a sus agresores para ver cómo estaban, aún en el suelo y mugrientos entre el polvo y la sangre que rodeaba sus cabezas. Recogió con delicadeza sus cosas y siguió camino de casa. Si algo sabía, era que a la mañana siguiente en la escuela, se cercioraría de su osadía. Tiene gracia la cosa, eso tan insignificante, fue lo que le salvó de trabajar como el resto de la familia en cualquier tipo de actividad relacionada con el petroleo, señor y amo de cuantos habitan en el entorno.


 Los 2 chamacos le esperaban a la puerta de la hacienda. El niño, Juan Gabriel y la niña Rosalita Isabel. Expresión de inocencia, dulzura, espontaneidad y luz de sus ojos. Apenas levantaban un metro el uno y medio la otra, pero sabían quien era su padre: protector y benefactor.
 Sus caras lo decían todo:¿ qué nos has traído ?, mientras extendían sus bracitos y Juan Rovisora los cogía a ambos y volteaba. Ya en casa y sosegados, un escueto maletín de mano escondía tesoros para los niños. Había que proteger y esconderse como las mangostas, aunque siempre alguien vigilaba el entorno. Aquí la vida es un western continúo sin paz duradera, no como en Europa, que se quejan hasta de la tos.
 Cuando conoció a Rosalita Hernández, que luego se convertiría en su mujer, ésta le preguntó qué a que se dedicaba. Él mantuvo el tipo y sólo comentó que a negocios, donde gente etiquetada necesitaba de pastores que cuidasen del rebaño, los protegiese y sacase todo lo que pudiese de semejantes ovinos. Lo siguiente que el entonces muchacho le planteó a Rosalita, era si quería vivir bien o seguir la senda paridora de su estirpe, sin estudios ni vocación de ellos, o mantenerse 8 horas diarias en una cadena de montaje, así por siempre jamás. Juan Rovirosa la iluminó en un sendero arriesgado, pero de mejor vida. Total, aquí podías morir de un tiro en cualquier momento, un atropello automovilístico, un error casual o que el milagro llegase en forma de una longeva existencia y acabar de un infarto en la cama de un hospital si había suerte.
 Juan Rovisorsa adquirió tal técnica con la resortera, que su hermano mayor le dio un consejo. Falla de vez en cuando, que nadie piense que eres infalible, así no te llamaran todo el rato para que hagas exhibiciones, sólo se certero en los casos de necesidad, como el de aquella tarde que le salvó de una buena paliza.
 Así lo hizo el menor de los hermanos varones. Erraba en dianas puestas para la ocasión, hasta que el entorno del colegio perdió interés en el, convirtiéndose en lo que Juan Rovirosa quería, pasar desapercibido, desear ser invisible al resto de sus compañeros salvo cuando jugaba al fútbol, con escaso éxito, pero así era todo.
 Pasaba las horas muertas practicando el tiro y la elasticidad de la resortera cerca de su casa, en un descampado a las afueras de Mascupana, en la zona conocida como Los Gatos. Y allí le llegaron las noticias de un chico solitario y tranquilo a don Heriberto Herrera, cuyos negocios a veces requerían de una mano siniestra y silenciosa para que siguieran su curso natural. 
 Con tacto y delicadeza, para no asustar al chaval, le propusieron estar a cierta hora un sábado a la mañana en cierto lugar, escondido, en lo alto de un depósito de agua, y desde allí hacer diana sobre 2 cabezas que molestaban a don Heriberto Herrera, sí todo salía bien, tendría una bicicleta nueva.
 Dudó durante unos días Juan Rovirosa sobre la cuestión. Veía a tipos que descendían de coches oscuros y grandes, bien vestidos y calzados, casi siempre armados que imponían su ley o lo intentaban, pero lo esbirros de don Heriberto Herrera eran sublimes, cultos, sinceros, sonreían y ... también iban armados. No preguntó el muchacho qué habían o dejado de hacer las cabezas que debía de agujerear con piedras pequeñas lanzadas con su resortera Juan Rovirosa, esas cosas se dan por entendidas, simplemente preparó la acción y una semana después, una furgoneta blanca de transporte dejó en su casa una reluciente bicicleta mountain bike de color rojo, que al parecer, le había tocado al pequeño varón de la familia en un sorteo, cosa que su madre se creyó al firmar el albarán de entrega.


 Los Rovisora eran de complexión fuerte, no muy altos los varones, llegaban al 1.70 y las muchachas un poco menos, de esculturales caderas y una copa de 100 que alcanzaban con suma facilidad ya en la pubertad. Se reunían  muy poco, pese a vivir todos, ya de adultos, en Macuspana. Salvo Juan Rovirosa que se dedicaba a "sus negocios ", los demás consiguieron puestos de trabajos técnicos especializados en los sistemas de exploración y extracción de hidrocarburos. Dos de sus hermanos eran ayudantes de campo petrolero y los otros, uno era ayudante de bombeo y el otro de tratamiento de petroleo y gas. Las hermanas, una casada y la otra soltera con expectativas, no sentían el tambor de la maternidad que tenía su madre; una se hallaba en los servicios de asistencia sanitaria de Jonuta, y la otra era secretaria de administración de una empresa petrolera afincada en Ciudad Del Carmen, la única que apenas veían, casi menos que a Juan Rovirosa.
 Las reuniones de bodas, bautizos, dieron paso con los años a las comuniones típicas: con los varones comulgantes de traje militar y las hembras con vestidos elegantes de tonos pasteles o blancos. poco más de estos eventos se dejaban ver los Rovirosa, incluso Juan, a alguno no acudió por motivos de " sus negocios ", que eran inaplazables.
 Aquel niño con su bicicleta nueva, experimentó un poder desconocido hasta entonces en él. ¡Entonces podía fabricarse una vida con su resortera!. Ideó algunas cuestiones que no le parecieron menores. Comenzó por buscar en Macuspana alguien que manejase una máquina pulidora de piedras, gema o roca que diese un toque contundente a semejante artefacto. Después de mucho buscar, alguien le habló del Cerro El Tortuguero donde existe piedra caliza en forma de arista y con puntas, el asunto es recogerla y pulirla como si fuese una gema, y para eso tuvo que encontrar a algún artesano que hiciese el trabajo especial.
 No le fue fácil, pese a algún encargo de tipos como don Heriberto Herrera, Juan Rovirosa decidió para no levantar sospechas en su casa, que a partir de la bicicleta, cogería el dinero en efectivo y lo guardaría en un pequeño montículo adyacente a su domicilio, en una cajita de metal resguardada por un trapo grande de cocina y enterrado, a buen recaudo. Así pues no le faltaba " marmaja "; pero la elaboración artesanal de las piedras que llenasen a su resortera resultaba un problema.
 Sería uno de los hombres de don Heriberto Herrera el que le dio una dirección en Macuspana, ya que allí sólo se trabajaba la artesanía de alfarería y demás objetos, pero todos tejidos en palma, que es lo típico de la población petrolera.
 En un callejón adyacente a la calle Reforma, halló el pequeño Juan Rovirosa quien le puliera las piedras agrestes que él recogía del Cerro El Tortuguero, y el artesano, un señor mayor con muchas herramientas en su taller, se las devolvía días después como piedras recién salidas de un arroyo, pulidas e incluso con curiosas formas y colores, aunque el chico siempre le comentó el tamaño exacto para que cupieran en la badana: ni muy grandes y pesadas ni pequeñas y escurridizas.
 Juan Rovirosa no era muy listo, sólo deseaba encontrar aquello que hacía falta cuando lo necesitara.


 Los 6 años siguientes todos sus trabajos fueron caseros. Macuspana era grande y llena de cuitas que debían corregirse antes de pasar a mayores, y nadie sospechaba de un niño de apenas 12, 13... años que iba con una mochila raída y que se aposentaba en cualquier lugar, más bien con cierta altura para tener perspectiva y huida fácil, y resolver el contencioso para el que se le había apalabrado. Su fama, discreta, pero buen profesional, le llevó cumplido los 20 y sin que quisiera entrar en alguna plataforma petrolífera a la que su familia era tan asidua, lo cual levantó algún conflicto que hizo que el chico marchase de la casa familiar y se instalase en un altillo de la calle Libertad, no muy alejada de donde estaba su artesano favorito.
 El primer encargo serio llegaría para liquidar a alguien en México D.F. y 1ª vez que tuvo que ir en avión. Estuvo informándose del asunto durante 3 días, donde varios " güeys " le marearon un poco, hasta que conoció a don Eduardo Pampliega y su esposa Dorita Douz, y entre coronitas y demás gaitas, Juan Rovirosa iba a experimentar una sensación única: saber del poder de sus gemas pulidas en la calle Reforma. Debía de ser contundente, y una vez estudiado el tema, el tipo en cuestión al que tendría que dejar tieso, un tal Jacobo Dopico, que había salido indemne del último juicio, hacía de esto un año, pero que ni a Plampliega ni a Douz, se les olvidó la afrenta.
 Juan Rovirosa nunca preguntó a lo largo de su existencia el por qué, sólo le interesaba cuanto iba ganar y cuando deseaban el encargo. Resuelto el asunto, se fue aquella noche a escuchar corridos a la Plaza Garibaldi y al café Tabuca. A la noche siguiente con billetes frescos en su bolsillo, deseó ver lugares pintorescos como La Teta Enroscada y allí le dieron una invitación para acudir al Arena Coliseo, pero a él la lucha no le gustaba, la gente gritando, incluso tipos exigentes con trajes, los niños histéricos como si fuesen fans de un luchador y quisieran exterminar al otro, abuelas fumadoras y realizando aspavientos, maromos enmascarados con la sangre de verdad por su cuerpo, pero el tema estaba pactado, la escenografía no le entusiasmaba, Juan Rovisorsa era mucho más sutil que todo esto. No era un forajido de principios del siglo XX.


 3.- LA ORGANIZACIÓN.-  Cuando José Luis Cochicoa se quitó la toga y dejó las puñetas encima de la mesa, sintió un cierto alivio, pero también sería menester, dejar claro que no estaba satisfecho. Tantos años ejerciendo de fiscal le habían dejado un poso de amargura, de trabajo inacabado, imperfecto y rara vez, cualquiera de las víctimas a las que se supone debía de proteger como estamento del Estado, quedaron satisfechas. Mujeres violadas, atropellos automovilísticos, reyertas callejeras o tabernarias que acaban con alguien herido, sino en deceso; palizas, robos, atracos... ¿ para qué seguir ? Ni siquiera cuando su equipo ganaba quedaba convencido, no deseaba una victoria total, sabía lo que el Código Penal podía desarrollar, no siempre que se tira a puerta es gol, pero casi siempre se quedaba en el corner o falta lateral. 
 No, no estaba satisfecho José Luis Cochicoa y su rostro así lo expresaba pese a ver sacado más cárcel de la que suponía una hora antes para 2 mentecatos, que se llevaron por delante a una señora con sus patinetes, dejándola tirada en la acera y sin auxiliarla. Por ahí atacó en su exposición, y los mozalbetes no se librarían de unos cuantos años de presidio, que probablemente les volviese más ineptos e inadaptados para el tejido social cuando, si sobrevivían, estuviesen de nuevo en la calle. Pero es que la mujer dejó la vida sobre la acera.
 Otra cuestión y no menor, eran las familias de los damnificados con penas de cárcel. Según tú ADN, sería más llevadero estar en la prisión o poder salir antes, las teclas del piano suenan en función de su afinación, y José Luis Cochicoa había visto y oído muchas cosas, demasiadas historias se le agolpaban en su cabeza en el momento que Cristina Pampin entraba en su despacho con una jarra de agua y 2 vasos; su eficiente ayudante del fiscal.
 Aquella misma tarde José Luis Cochicoa quería reunir a su equipo, a las 17.00 en punto, y tras comentar lo que acontecía en su cerebro con su mano derecha, llamó por el interfono a su secretaria, Ana Zas, para la convocatoria de todos sus miembros, allí les expondría lo que el Fiscal General de Tabasco le dijo hace varios años cuando él acaba de aterrizar en Mascupana.
 Reunidos en la mesa oval se sentaban serios y concentrados, al margen de José Luis Cochicoa: Cristina Pampin, Felipe Redón, Melecio Castaño, Cristina Antoñanzas y Saturno Cerrá, el más joven, con cara de efebo tras sus gafas de cristal y su cabello engominado. A puerta cerrada, con nervios de acero y aplomo, "el jefe " expuso en apenas 5 minutos cuanto quería decir y le roía el cerebro en todos estos años. Esperó más de medio minuto a ver quien abría la boca y comentaba algo, nadie se lo tomó a broma, aquello era serio y desde luego, nada ético, pero sí práctico, al parecer tal y como José Luis Cochicoa expuso.
 La sombra del poder y las cloacas del Estado son amplias, largas, y allí donde la ley no llega ni se espera la justicia divina, debe de intervenir el hombre.
 Bajo pena de apertura de expediente y su posible expulsión de la carrera de abogacía, si alguien no sólo hablara, insinuara algo de lo expuesto aquí; se aprobó por unanimidad que a la mañana siguiente tras llamada a la Fiscalía General de Tabasco, José Luis Cochicoa se desplazase en breve para hablar con su homólogo y jefe superior en persona, allí acordarían lo que fuese menester para sus intereses recíprocos.


 Una semana después de lo narrado, José Luis Cochicoa y Cristina Pampin recorrieron los apenas 30 kms que separaban ambas ciudades y entraban en su 4x4 en la Avd. Paseo Usumacinta, y en unos minutos estaban en el despacho de Jacobo Dopico. Éste les expuso una historia que sorprendió a sus 2 colegas, aquello tenía conexiones internacionales. Puros profesionales, nada de "güeys " y desparrame, la discreción y ser efectivo tenía que ser 100% de todas y cada una de las acciones, bajo el eufemistico amparo del Estado, que llegado el caso, jamás descubriría al autor del hecho delictivo/vengativo ni sabría nada de lo que se le imputa, y además iniciaría acciones legales contra quien osara poner el buen nombre de sus miembros en cualquier duda o sospecha.
 Algo había oído José Luis Cochicoa de su homologo Jacobo Dopico, pero siempre fue en un aire distendido, entre copa y copa y en alguna reunión de fiscales del Distrito, pero sí le dejó caer que siempre se puede hacer algo más una vez acabado el juicio y la sentencia, lo que le quedó claro. Ahora la cosa iba en serio, y no abría vuelta atrás una vez entrados en el programa.
 En los años 70, en Nueva York, un grupo de Jueces y Fiscales se reunían una vez al mes en casa de alguno de sus miembros que formaban el Comité de Desamparados, que no era otra cosa que exponer algún asunto relacionado con sentencias insatisfactorias para el perjudicado. No se trataba de aniquilar a todo aquel que contraviniera sus juicios, sino que manifiestamente, las grietas por las que las leyes dejaban escurrir a demasiados personajes, que por una y otra razón, normalmente con dinero, salían casi ilesos de hechos dolosos, sino impunes.
 Aquello fue tomando forma. Los tiempos en los que el alcalde Abraham D. Beame se vía desbordado por la ola de crímenes en la ciudad, aunque nació con Gerald Ford de Presidente americano y se atenúo, levemente con Jimmy Carter, alcanzó las conexiones internacionales que hoy conocía Jacobo Dopico, con Ronald Reegan.
 Aquellos ilustres Jueces y Fiscales americanos empleaban su tiempo en acciones muy concretas. Como la media era de unos 12 por sesión, cada cual exponía un caso que le había dejado mal sabor, elaboración final del dictamen insatisfactorio para los desprotegidos de la víctima, sin tener en cuenta edad, posición social, cuestiones cognitivas... Había reglas: los casos debían de sobrepasar el año de lo acontecido y no superar la década. Cada cual exponía un asunto, y luego se deliberaba, los que pasaban la criba, al final se votaban en una sesión con urna cerrada y voto secreto, jamás se pedía a ninguno de los magistrados hacerlo a mano alzada, para evitar agravios comparativos. De allí salía una sentencia clara y firme que alguien, en su momento, día y condiciones apropiadas, ejecutaría, según lo acordado, que a veces llegaba al deceso, pero la mayoría dejaban rastros inequívocos de algún error cometido en el pasado. El dinero salía de un fondo estatal creado a tal efecto, los pagos se efectuaban a la persona que debía de llevar a cabo el trabajo: 50% al inicio, el resto al final. Pago en efectivo, no había rastros ni miguitas de pan que seguir.


 Los diversos congresos de Jueces y Fiscales entre estados americanos, hizo que el embrión neoyorkino creciera exponencialmente a otros núcleos urbanos, donde la aglomeración de casos y sentencias, rara vez hacían aquello tan lógico para lo que se crearon de impartir: justicia.
 Gran parte de la década de los 80 y de los 90 del siglo XX, aquello tomó forma y cierto consenso. No todo el mundo que tenía acceso a dicha información estuvo de acuerdo y amagó con denunciar, ¿ pero qué ? A al algunos de sus compañeros, ¡ lo que faltaba ! Eso hizo que la organización se cerrase más en sí misma y fuese muy selectiva a la hora de escoger los casos que debía de castigar y de los que debían de llevar a cabo los castigos.
 Transcurridas 2 décadas, sacudió al mundo el 11 - S que dinamitó la relaciones internacionales y las distintas medidas de seguridad a nivel mundial. Lo que parecía una desgracia enorme - lo era -, fue aprovechado por los diversos simposios y congresos de la judicatura entre continentes, para con tacto y sutileza, dejar caer a sus colegas europeos y centroamericanos, el asunto.
 En el viejo continente hubo certezas y dudas, hasta el punto de que los países nórdicos se descolgaron del tema, la dicotomía radicó en la judicatura del Benelux, donde sólo Holanda mostró cierto interés pero que desechó finalmente, viendo el rechazo que provocaba en sus compañeros fronterizos, a los que se unieron sin dudarlo Suiza y Austria. Ni que decir tiene que la cuenca mediterránea lo acogió con entusiasmo.
 Las dudas de la organización venían de exponer abiertamente su manera de trabajar, al margen de la ley, a sus correligionarios sudamericanos, donde todavía a comienzos del siglo XXI, sus denominadas democracias, eran un chiste. Sólo se atrevieron, después de diversas conferencias aduaneras y de tránsito de personas, a los mejicanos, más que nada porque ambos países compartían para bien o no, muchas cuestiones relacionadas con intereses mutuos. Con sus colegas del norte, no tocaron jamás el asunto.
 Hasta ahí se extendieron los tentáculos de la organización con sede en Nueva York que llegan al día de hoy. La selección de casos entraba, como ya se apuntó, en un círculo cerrado, pero cada país y zona tenía su propia autonomía para operar y a través de los denominados fondos reservados del Estado, disponer de cantidades económicas discretas, pero atractivas, para llevar a cabo los planes. Otra cuestión, y no menor, era la hora de seleccionar las personas que debían de llevar a cabo los diversos trabajos para los que se le requerían, nunca más de 2 o 3 al cabo de un año, sin antecedentes, profesionales serios y eficientes y desde luego: discretos.
 Cuando España entró en el club tan selecto, habría que puntualizar, cierto sector penetró en las tinieblas de lo que se tejía, sólo una minoría conocía y estaba de lleno en el desarrollo de la trama, se hallaba en un momento histórico de juzgados atestados de casos de corrupción que no dejaban ver los pequeños árboles que daban sombra y cobijo a otros animales; así muchos casos llegaron a no tener no sólo sentencia condenatoria, ni llegaron a tener juicio, y a aquello se debería de poner remedio.
 Así pues, cuando Pablo Allúe estaba sentado en su despacho y jugaba con un bolígrafo en sus manos, no dejaba de darle vueltas a lo que su mujer le contó el sábado por la tarde en el jardín de su casa. Paloma De Palacios no hablaba a la ligera, y sí se lo había contado a él, no era simple cotilleo farmacéutico entre empleados, requería solución al tema.
 Pablo Allúe sabía de la organización, en los círculos judiciales, como en todas las profesiones, existían dudas, sombras, certezas, embrujos, apaños, puñaladas traperas... en fin, para qué seguir, pero también sabía el abogado que llegado el caso: todos eras corporativistas.
 Se le planteaban varias dudas a Pablo Allúe. La 1ª, y desde luego nada a desdeñar, era que él no sólo no era magistrado, ni juez ni fiscal; 2ª que no formaba parte del selecto club de la organización, por lo tanto en esas reuniones mensuales no podría exponer ningún caso. 3º y casi más importante: no había caso. No hubo denuncia de la muchacha, con lo cual no se abrió ninguna vista con fines a llegar a un acuerdo, juicio, sentencia... entonces, cómo va a plantear Pablo Allúe el asunto, y sobre todo, qué le va a decir a Paloma De Palacios.
 Lo tendría que consultar con su socio de bufete Joaquín Alderete. Para lo cual llamó por el interfono a Marta Ingelmo, la secretaria, que en cuanto acabase la reunión que acontecía de su compañero con unos clientes, se presentase en su despacho. ¡Era urgente...!


4.-EL HECHO EN SÍ.-  Cuando Natalia Figueroa iba en el metro, apenas echó una ojeada en su móvil a los whatsapp, y se distrajo con el facebook hasta que vislumbró la parada que por los audífonos del tren subterráneo anunciaban su destino. Casi nunca estaba por aquí la muchacha alcarreña, era otro nivel, y la verdad, sus lugares de copas y cines se ubicaban más abajo, pero cuando ascendía por las escaleras de la salida del metro de Santiago Bernabéu y caminaba por la calle Padre Damián, se ajustó la falda y el abrigo sobre sus hombros. Hacía fresco en esta tarde otoñal, como toda mujer que se precie, quería ir elegante pero informal, causar una buena impresión. Además, jamás había estado en casa de Paloma De Palacios y Pablo Allúe, así, cuando por fin encontró la calle Romero Girón, su corazón se aceleró. ¡Vaya poderío, que urbanizaciones!
 Tocó el timbre de exterior del edificio, y para cerciorarse, ya en el portal y antes de coger el ascensor, Natalia Figueroa observó la fila de buzones hasta encontrar el de Palacios/Allúe. Como si necesitase una confirmación de su ubicuidad, tocó el botón del aparato que le dejaría a la misma puerta de donde iba.
 En el salón de la casa no sólo la esperaba el matrimonio, sino un personaje que jamás había visto hasta entonces. Joaquín Alderete se levantó en cuanto la muchacha entró en la estancia seguida de Paloma De Palacios. Hechas las presentaciones, Natalia Figueroa se quitó el abrigo y se ajustó la falda. Tras unos minutos insustanciales y sobre unos nespresso olorosos, pasaron al tema no sin antes cerciorase Pablo Allúe de que nadie les molestase. Su hija mayor, Patricia Lourdes estaba en su cuarto con una amiga, se supone que estudiando, y el muchacho Pablo Javier, sólo hizo acto de presencia en el salón para despedirse de Joaquín Alderete y de sus padres, y ya de paso de la mujer que les acompañaba en la tarde otoñal en su salón. Con la camiseta de Ronaldo con el número 7 cubriendo su torso, que a su madre la ponía encolerizada, para que se la quitara de vez en cuando y lavarla, se colocó una trenka azul y salió de casa, que todavía quedaba domingo.
 Pablo Allúe frotaba una mano sobre otra como las moscas las puntas de sus patitas y miraba de soslayo a Paloma De Palacios para que ésta, ¡ por favor...! rompiese el hielo y fueran al grano. Así se hizo y ya en materia, la voz cantante la llevaba Joaquín Alderete. Le expuso con claridad y cierto toque frío a la muchacha en lo que se estaba metiendo y le dio a entender, en lo que les metía a ellos, no abría vuelta atrás ni errores ni rectificaciones, de lo que allí saliese esa tarde sería definitivo y si se ratificaba en todo lo que hacía semanas le comentó a Paloma De Palacios.
 Natalia Figueroa con una frialdad que ella desconocía, relató punto por punto el asunto. Escueta y directa, sin renunciar a que pudiera tener alguna culpa en el asunto, pero que no debió de ocurrir así. Se ratificó en su venganza jamás cobrada y que no le dejaba del todo tranquila. Luego se extendió en el porqué no denunció. Un pueblo, todos se conocen, el ambulatorio más cercano está en Guadalajara, en el cuartelillo de la Guardia Civil se reirían de ella, sería la comidilla del pueblo, involucraría a sus padres, hermanos, quedaría para los restos como la violada. Por no incidir en los comentarios múltiples hacia su persona. Buena iría, ella se lo buscó, las chicas de hoy en día ya se sabe.¡ Coño, esto es un pueblo !
 Tras unos segundos en que nadie dijo nada, Pablo Allúe miró a su mujer y ésta a Joaquín Alderete. Ambos asintieron.
- ¿ Qué quieres hacerle al susodicho ? - pronunció Paloma De Palacios.
- Lo que le comenté doña Paloma, ¡venganza!. No matarlo, oh - hizo un gesto como si quisiera espantar moscas de su cara -, pero que le quede señal y sobre todo, que intuya quién o porqué le pasó lo que tenga que pasarle.


 A las 12 en punto los había citado José Luis Yzuel en una sala contigua a su despacho. Laura Espallardo, magistrada de la Audiencia Nacional y compañera de estudios de Joaquín Alderete, fue quien les hizo de guía, los sentó en unos bancos y con un volumen amplio de portafolios sobre su pecho, les indicó que esperasen allí, que en unos minutos estaría con ellos. Total, a José Luis Yzuel, ya le quedaba poco para reunirse, como habían quedado previamente.
 Tras largas deliberaciones y pasados unos días en que descongestionaron varios asuntos profesionales de su bufete: Allúe/Alderete, se pusieron manos a la obra con el asunto, como familiarmente le llamaban al tema de la muchacha alcarreña.
 Las fuentes y los contactos previos iban dirigidos por Joaquín Alderete, quien en comida de trabajo, se aceró el lunes siguiente de conocer a Natalia Figueroa para exponer el asunto a su antigua compañera de estudios, Laura Espallardo.
 En una mesa apartada de un restaurant de la calle Goya, cerca de donde estaba la Audiencia Nacional, comieron y se expusieron sus dudas y certezas. Esa misma tarde, la magistrada le llamó a su móvil para la entrevista que tendría en unos minutos.
 José Luis Yzuel era un tipo serio, con barba bien recortada, blanca, gafas de pasta, sobre su todavía cuerpo atlético, llevaba una toga amplia, las puñetas y su seriedad a cuestas. Echó una ojeada a los abogados y a indicación de Laura Espallardo, entraron en el despacho. Hechas las presentaciones, indicó por el interfono a Raquel Yotti, que ejercía de guardia pretoriana del magistrado, que bajo ningún pretexto verdadero o inventado se le molestase, incluida su mujer o cualquier otro familiar. Dicho esto, dejó unos folios encima de la mesa, extrajo papel blanco y un bolígrafo de su bolsillo interior derecho de su chaqueta, dejó su móvil desconectado encima de la mesa, colocó su barbilla encima de los dedos de sus manos como si estuviese meditando, y dijo:
 - Ustedes dirán, señores...


 Pablo Allúe y Joaquín Alderete salieron a la calle García Gutiérrez sin decir nada. De hecho desde que se despidieron del despacho del magistrado José Luis Yzuel, parecían 2 zombis que les hubiesen chupado los cerebros. Sin darse casi cuenta, se instalaron en una cafetería de la calle Génova y sin poderse mirar a los ojos el uno al otro, pidieron un martini y una cerveza respectivamente.
 Todavía llevaban impresa en sus ropas el aire a naftalina de papeles y seriedad que se les incrustó en sus cabezas. Tenían la impresión los 2 socios de ser unos pardillos, como monagillos cogidos cuando recogían en sus manos las monedas del cepillo.
 Expuesto el asunto, José Luis Yzuel les transmitió que el tema era delicado y además sin juicio y sentencia, complicaría más el tema, pero ya se informó por Laura Espallardo del asunto a fondo y sólo cabía que sus compañeros, en la próxima reunión y última del año en curso, autorizaran el tema. Con lo que sea, la comunicación sería a través de la amiga de Joaquín Alderete. Más adelante, si se proseguía con el tema, se entrarían en detalles, siempre en reuniones personales, nada de teléfonos ni documentos escritos o gráficos.
 - Bueno... pues ya está, a esperar - fue lo único que Pablo Allúe dejó entrever entre al primer trago del martini, antes de entrar en un silencio embarazoso. 
 Ninguno de los 2 socios y abogados hablaron del tema que les había llevado hasta la Sala De Lo Penal de la Audiencia Nacional en varios días, con lo que fuera, ya sonaría el móvil particular de Joaquín Alderete. No sabían cuándo se reunían los magistrados, ni dónde efectuaban sus cónclaves, ni mucho menos quienes eran... Es puente de la Constitución y las masivas compras del akellarre navideño que ya estaba en las calles con sus luces, las Avenidas sobrellevando el asunto como mejor se podía, el cierre del año con beneficios en el bufete, los muchos compromisos profesionales y particulares de estas fechas, la cena de empresa con el resto de compañeros de bufete... hizo que los 2 abogados aparcasen alguna neura que les provocó el asunto de Natalia Figueroa. Habían pisado moqueta, el precio del poder, y no estaban para nada seguros que esa arena les resbalase en los zapatos o les pesara en los tobillos.
 Cuando el 4 de enero a las 8.00 de la mañana sonó el móvil de Joaquín Alderete, lo cogió de su mesilla y se le calló al suelo. Tanto fue el golpe sobre la alfombra, que la llamada se cortó. Sólo le dio tiempo a ver los 3 primeros dígitos, pero sabía de quien procedía la señal. En unos segundos volvió a sonar y ahora sí, algo más tranquilo y puesto en pie, recibió los buenos días y la conclusión a su tema especial. Ese mismo día, sin dilación, debería tener en su poder una imagen del hombre al que se debía de ajusticiar, lugar de trabajo, costumbres, horarios, vicios, hobbys, un plan concreto. Le esperaba para comer a las 2 en un restaurante de la calle Goya. Invitaba Laura Espallardo.
 Joaquin Alderete resbaló sobre la alfombrilla de la ducha y tuvo que sujetarse como pudo sobre los baldosines, Se le cayo varias veces la esponja con el gel, que fue a parar a sus pies. Respiró hondo unos segundos y se enjuagó su cuerpo. Todavía con la toalla sobre su cuerpo y limpiando el cristal empañado del lavabo, no pudo más y llamó desde allí a Pablo Allúe. Tuvo suerte pues éste estaba desayunando en su cocina. Lo puso al corriente. A las 12 en punto de la mañana, su socio entró en el despacho de Joaquín Alderete y en un portafolios negro, le entregó más de lo que le pidió su amiga Laura Espallardo.


 En un chalet de las afueras de Madrid, en una de las salidas de la carretera de La Coruña, bajo una niebla intensa, iban penetrando diversos coches de gama alta por un amplio camino, secundado en sus laterales por diversos pinos, y al fondo después de unos 50 metros, una rotonda dejaba enfrente de la entrada principal del chalet. Allí había suficientes huecos para dejar los diversos coches que iban llegando.
 Dos personas hacían la recogida de prendas de vestir y se les ofrecía en una bandeja unas copas de vinos variados, que cada comensal cogía a su gusto o rara vez rechazaba. Como todos se conocían y tras los apretones de manos o abrazos, según el grado de confianza, cuando las 12 personas habían llegado, pasaban a una sala amplia, bien iluminada, con una enorme chimenea, unas ventanas que a veces se abría alguna hoja si existía un número de fumadores que ejercían de tales y el humo podía llegar a molestar. Allí, sin móviles, se sentaban en torno a una mesa ovalada y comenzaban sus cuitas. Dadas las fechas en las que se encontraban, aquello no debía de durar más de 2 horas, con lo cual, todos, excepto el anfitrión mensual en esta oportunidad, debían de estar en sus hogares sobre las 10 de la noche. 
 Una vez el Presidente tomó la palabra, pidió con mano alzada el turno José Luis Yzuel. Por lo extraño del asunto, lo inusual; etc; relató a sus compañeros lo que el lector atento sabe. Había transcurrido más de 1 año del suceso y estaba a punto de expirar lo que ellos mismos, en la organización, llevaban por norma. El magistrado siempre se fió de Laura Espallardo, que fue realmente la impulsora del tema, probablemente el ser mujer ayudara. La seriedad de todos los miembros de dicho organigrama, no ponían nunca en duda cualquier tema a tratar por cualquiera de ellos, que salvo el caso de una fémina, todos eran hombres, pero de la misma calidad técnica y jurídica. Aquello, y no sin cierta sorpresa para José Luis Yzuel, se aprobó, y sería uno de los 3 que aquella noche vísperas de Nochebuena, saldrían adelante con castigo incluido.
 Cada país que llevaba acabo estos asuntos delicados y al margen de las leyes convencionales, tenía sus muchas particularidades, y entre la española destacaba que siempre que se debía actuar de manera drástica, se contratase a través del las instancias neoyorkinas, los pioneros en el asunto, a alguien de fuera de nuestras fronteras. Que viniese, estudiase el terreno, que se familiarizase con el individuo o individua, que también, y cuando creyese oportuno "el castigo " lo llevase a cabo. El tiempo que se tomase era lo de menos, lo que importaba era la discreción, el éxito de la misma. La salida y el cobro, estaban garantizados. En todos estos años, y parecía mentira, jamás hubo ningún problema ni con ejecutor ni ejecutores, todos siguieron los planes concretados y asustaba el porcentaje de acierto que era del 100%.




 Cristina Pampin caminaba recta con sus zapatos de tacón alto, la falda ajustada para perfecta figura, la blusa planchada, y en su regazo derecho llevaba un portafolios con varios documentos, en la mano izquierda su inseparable móvil y con cierto gracejo, entró en su despacho, se sentó y le indicó a Pepe Polopos que hiciera lo mismo, pues al entrar la mujer, el escurridizo y esbelto caballero se puso en pie como un resorte. Esto le hacía gracia a Cristina Pampin, donde aquí era reina y señora en un país tan machista y donde se sopesaba a golpe de vista cada pezón de hembra bien armada. Era un tema que ella tenía superado, había tenido 40 años para aclimatarse. Pero aquí, en los tribunales de Mascupana ella tenía no sólo el mango y la sartén, sino también el fuego y el aceite. 
 Pepe Polopos salió de los tribunales como siempre que entraba en el edificio, algo nervioso, no se acostumbraba a que ahora él pertenecía de forma extraoficial, pero era... una especie de agente judicial. Vamos, que estaba para los recados y eso era mejor que limpiar botas de viajeros y curiosos en la estación de autobuses, que era a lo que se dedicaba hacía 5 años. Con su raída y trabajada motocicleta atravesó avenidas y se introdujo, no sin saltos abruptos por el terreno, con cierta fineza y técnica, transitó por caminos adyacentes. Cerca de llegar al ranchito de Juan Rovirosa, un todo terreno le sobrepasó sin contemplaciones dejándolo envuelto durante varios segundos en una extensa y molesta polvareda. Tuvo que parar y levantarse el protector de cristal del casco y toser a gusto, así, no era difícil que cuando llegase a destino, pidiese a Rosalita Isabel un vaso de agua, por favor, que se ahogaba.
 Ya algo hidratado y sereno, extrajo de la parte de atrás de la motocicleta el portafolios dentro de un sobre negro que Cristina Pampin le diese hacía más de media hora. Se despidió de Rosalita Isabel y ésta depositó el documento encima del recibidor, donde cuando considerase menester, Juan Rovirosa lo cogería y estudiaría, pues su marido no se encontraba en esos momentos en casa. Él y los niños se acercaron a Paraíso a pasar el día en la playa, ¡ hacía tan buen tiempo...!
 Aquella noche, solo y después de cenar en familia y mientras éstos veían una serie de dibujos animados que les entusiasmaba, Juan Rovirosa se metió en la habitación conyugal con el sobre que unas horas antes había traído Pepe Polopos. Una nota clara y sucinta, como una tarjeta de un árbitro de fútbol, venía firmada por Cristina Pampin, allí, se le facilitaba una información indispensable para su trabajo. Debería salir en una semana para Méjico D.F, y desde allí con un billete ya expedido a su nombre, volaría en Aeroméxico directo a Madrid, donde a la salida de la Terminal T-4, le esperaría un individuo, Miguel Topete, con un cartel grande con su nombre, al cual debería seguir sus instrucciones. En la misma nota, se le facilitaban 2 tfnos que no debía de perder bajo ningún concepto, pero que debería o bien de memorizar o guardar en otro sitio. 
 Dentro del sobre negro venían fotos, encuadres, direcciones... que debería de guardar y una vez hecho el trabajo, destruir a su mínima expresión. A su vez, un folio abultado contenía la bonita cifra de 253.070 pesos en billetes de 500, 200. 100, 50 y varios de 20, los cuales debería, lo que considerase oportuno, cambiar antes de salir de la Terminal en euros. 
 Juan Rovisora fue el cuarto de su hijo Juan Gabriel y allí, sobre una calculadora manual que tenían los niños, echó cuentas. Según sus cálculos con 25.300 pesos se apañaría, tampoco se podía entrar en España con una cantidad superior a 10.000 euros en efectivo. Si existía algún problema, la organización le auxiliaría. Esperaba no tener que hacerlo.
 Extrajo todo el dinero restante del folio y lo depositó en la cajita que tenía desde que se inició en el oficio. Allí, en el altillo que estaba encima del dormitorio conyugal, guardaba su tesoro y el salvoconducto de su vida, por si lo necesitaba. Como esa cantidad recibida era a cuenta, deducía que otro tanto le llegaría por las vías de costumbre finalizado el trabajo para lo que se le requería.
 Tuvo que hacer en los días siguientes algunos ajustes en su vida. En España, en esas fechas, es invierno y hace bastante frío, por lo que tendría que viajar con una maleta de mano que excepcionalmente dejaría en la bodega del avión. Allí dentro llevaría sus acostumbradas resorteras y varias gomas nuevas, amen de un buen pulido y surtido de piedras en una caja de madera, con 2 docenas de huecos, uno para cada, que parecían juguetes o extraídas de las orillas de cualquier mar, como así era.



 La noche antes de que tuviese que coger el avión para Madrid, Juan Rovirosa se encontraba en el hotel de costumbre descansando. A media mañana un aparato de Aeroméxico lo dejaría sobre 11 horas más tarde en la capital del reino de España. Teniendo en cuenta que hay 7 horas de diferencia entre ambas capitales, esperaba Juan Rovirosa no tener demasiados problemas con el jet lag.
 A las 04.00 de la madrugada llegaba el avión procedente de Méjico D.F a la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas en Madrid. Pasadas media hora, recogida su maleta de la cinta transportadora, con los trámites aduaneros pertinentes y cambiado el dinero que Juan Rovirosa destinó para andar por España, salió en fila hasta un largo pasillo donde varias personas exhibían carteles con nombres curiosos. Tardó en ver el suyo, un tipo alto, moreno, bien vestido y con sombrero, sostenía a la altura de la cintura el rótulo que le reclamaba. Tras las presentaciones, Miguel Topete creyó oportuno saber si Juan Rovirosa deseaba tomar algo, algún Café Pans y Vips se encontraban operativos. Desechó el mejicano el ofrecimiento pues a lo largo del viaje comió, merendó, cenó... y por ahora no. 
 Un taxi les dejó apenas media hora más tarde en la Gran Vía madrileña, curiosamente con bastante gente, a lo cual Miguel Topete, viendo la cara de éste de sorpresa, puntualizó a su compañero que era viernes, y pese a las pasadas Navidades, todavía cierto personal podía y quería saborear la noche madrileña. Instalado en una casa de huéspedes de la calle Hortaleza, quedaron en verse a media mañana, con lo cual Juan Rovirosa puso su reloj en hora local.
 Parecía que no, pero la 7ª planta donde se encontraba alojado, con un amplio ventanal a la calle citada, no se oía un ruido, y unos minutos después, Juan Rovirosa, a medio vestir echó una larga cabezada que sólo a las 10 horas le despejaron, al tocar suavemente la puerta de su habitación. Era el límite por si quería desayunar, y sí, bajó al comedor y allí se despachó a gusto. Tenía apetito y el café era bueno, para su sorpresa. Luego esperó mirando desde el amplio ventanal a que a media mañana, apareciese Miguel Topete, cambiado de camisa y pantalón y reunidos en la habitación, sobre una mesa de escritorio ultimaran todos los detalles.
 Transcurrió una hora cuando Juan Rovirosa se encontró solo y desestimó, amablemente, la oferta de comer juntos con Miguel Topete. Quería cerciorarse del ambiente de la ciudad, aunque no actuaría ahí. Siempre intuyó el mejicano que la organización tenía muchos engranajes, que él era uno de ellos, como el español del que acababa de despedirse y que probablemente, no vería más.
 Estaba en lo cierto y todo previsto. De producirse cierto escándalo si alguna operación llegaba a oídos inadecuados. Incluso con condena y pasado el manantial informativo, la " pena del telediario " como se llamaba en España, los mismos que te condenan serán los que te saquen del atolladero pasados unos días, meses... y tu alojamiento carcelario será de jefe de la mafia. Pero eso lo sabía a ciencia cierta Miguel Topete, no Juan Rovirosa, que como siempre, estaba observando. 
 Caminó por la Gran Vía madrileña, bajó por la acera de la derecha hasta la Plaza De España, ascendió por la de enfrente en dirección a Callao, como un turista más, con una salvedad, jamás hacia fotos, ni llevaba cámara ni móvil. Sólo una tarjetita de visita con 2 tfnos que le podían salvar la vida, en su cartera. El pasaporte y el dinero. Se iba familiarizando con los precios, se metió a comer en un restaurant de la calle Mesonero Romanos y se fue a echar eso tan español, la siesta, después de comer, a su habitación. Cuando despertó era de noche, hacía frío en la calle como comprobó al salir a la calle Hortaleza, varios tumultos de gentes se agolpaban en las aceras y ventanales de las cafeterías, un partido de fútbol les mantenía ocupados. Por lo que pudo comprobar Juan Rovirosa, eran tan escandalosos como los mejicanos.
 Una cena y una copita después, decidió, ahora sí, dormir a pierna suelta y adaptarse a la hora local. Llamó varias veces a casa, desde unos locutorios, no con el tfno. que le proporcionó Miguel Topete y que dejaba en su habitación; el domingo lo pasó igual al sábado y con un plano del metro madrileño en su trenka negra, se desplazó el lunes hasta la estación de Conde de Casal, donde cogería un autobús de la línea Alsa para Guadalajara. Desayunado en la casa de huéspedes, salió con su maletín de mano en dirección a la estación de metro más cercana que era la Gran Vía, se bajaría en Pacífico y allí efectuaría el transbordo para Conde de Casal.
¡ Ironías de la vida ! A quien Juan Rovirosa le iba realmente a hacer el trabajo, apenas se encontraba a 200 metros de él cuando éste ascendió las escaleras de la estación del suburbano. Sacó billete para Guadalajara, como tuvo tiempo, se compró un bocadillo en la barra del bar y se sentó a esperar; cuando tuviese apetito y cerca del mediodía, se encontraba en la capital alcarreña y ahora sí, desenvolvió el papel de aluminio en el que venía, y se lo comió sentado en un banco de la calle. Con un plano de la ciudad no tardó en localizar la agencia de viajes en la que trabaja Hipólito, hoy socio empresario del establecimiento y al que no dudó nada más verle que era el sujeto de su trabajo; sobre el escritorio y tras una pantalla de ordenador: con su traje, bien vestido y afeitado, sus gafas graduadas, vamos, parecía un tipo que estaba encantado de conocerse.
 Juan Rovirosa se apartó de la cristalera, a modo de visera sobre su frente, observó unos segundos el interior de la agencia de viajes y se retiró. Debía de pasar desapercibido, esto era una ciudad pequeña, semejante a Mascupana, nada que ver con la homónima mejicana, que era una metrópoli y donde había hecho algunos encargos. Relativamente cerca de su objetivo, se hallaba una cafetería, desde el interior pegado a un ventanal que daba a la calle, Juan Rovirosa consumió con tranquilidad un café y esperó a que cerrasen la agencia de viajes.
 Como aquí casi todo el mundo iba a pie a todas partes, discreto pero atento el mejicano, siguió a Hipólito, pero éste entró en un aparcamiento y pocos segundos después salió con su coche en dirección a su casa. Pudo entrar Juan Rovirosa e inspeccionar las opciones que le daba dicho sitio para su ejecución y salida, pero lo desechó, dejaría demasiadas pistas, halló cámaras de seguridad a las que no se expuso abiertamente y consiguió salir por la puerta del edificio donde se encontraba el aparcamiento de Hipólito. Él siempre prefería los lugares abiertos y actuaba de día. Era más certero. Casi descartó poder realizar la operación en 24 horas. Desechó tomar habitación, por lo que pasó la noche en el Parque De La Concordia, en la calle Virgen Del Amparo. No perdió el tiempo Juan Rovirosa, el resto del día, con el pequeño maletín en su mano derecha, a modo de salvoconducto, se dedicó a observar los movimientos de Hipólito y las características del terreno. Ya sabía donde vivía, y no era mal sitio, pero debía descender del vehículo y eso le dejaba pocas posibilidades reales de efectividad. No debería de haber testigos, ni rastros, y si podía, recogería la piedra pulida que de su resortera saldría como un cañón a alguno de los ojos de Hipólito.
 Como era comienzos de semana, todo el mundo en provincias llevaba una vida ordenada y simétrica. Toda persona a lo largo del día suele estar solo en algún momento; al margen de la ducha o en la taza del water. Lo curioso es acertar a no dejar huella. Hacía frío, por lo que tuvo que entrar en una cafetería donde en el bañó del establecimiento se acomodó a su gusto, le llevo tiempo, pero salió con ganas de tomarse un zumo de tomate y un café bien cargado con tostada de pan con aceite de oliva, que dicen es la mejor del mundo. Repuesto en parte, preguntó en un kiosko de prensa qué autobús le acercaba a la Avd. Mercedes Gaibrois, donde vivía Hipólito. Observó por la tarde 2 cámaras de vigilancia a las que debía de estropear, funcionaban porque el sensor de luz estaba en rojo. Dos certeros lanzamientos con su resortera ajustada a su cara, despedazó los cristales protectores de las cámaras. Ahora debía de esperar, y aunque la mañana se le hizo un poco aburrida, esperó a ver si tenía posibilidades de acometer la tarea a mediodía, pensando que Hipólito viniese a casa. 
 Por lo que sabía, su mujer trabajaba de enfermera en el Hospital Universitario, por lo que tendría turno de día y su hijo pequeño, se supone estaba en una guardería. No pudo ser a mediodía, llegaron todos juntos, incluida una chica de aspecto sudamericano que dedujo Juan Rovisora sería quien cuidaría del pequeño. Por la noche no encontró el ángulo perfecto. Todo el día y la noche lo pasó el mejicano escondido entre matorrales exceptuando un largo trecho en que descansó, mirando sin más, en la Avd. Aguas Vivas.
 Otra noche al raso. No le preocupaba. Pero pudo llamar por la tarde a su casa. Ahora sí debía de llevar encima el móvil de la organización, él desearía un teléfono público, pero las cabinas desaparecieron, y en restaurantes rara vez había alguno disponible para monedas y no vio ningún locutorio en todo el día.Tenía que controlar el cambio horario. Ni muy pronto ni muy tarde. Apenas comió un bocadillo en todo el día. A la mañana siguiente, aposentado y a cubierto entre los setos, apoyó su brazo izquierdo sobre los mismos y estiró cuanto pudo la resortera: tensa y a punto chistó para que Hipólito mirase donde procedía la onomatopeya ¡ zas! La piedra impactó de lleno causándole un desparrame de la retina, con el problema añadido que el cristal de sus gafas quedasen partículas en el interior. Su nervio óptico quedó destrozado. 
 No esperó más Juan Rovirosa. Había dado en el clavo y para lo que recorrió 7.000 Kms. Desapareció tan rápido como pudo y salió a la Avd. Aguas Vivas. Caminó a paso ligero pero sin llamar la atención y cuando se encontró a la mitad de la Avd. Pedro Sanz Vázquez, observó algunas ambulancias que aascendían por la misma, ¿ quien sabe ? a lo mejor alguna era para Hipólito. Aún escuchó sus aullidos cuando recogía su pequeño maletín, pero qué le iba a hacer, era su trabajo.
 Sereno y frío, para Juan Rovirosa carecía de importancia el tema, entró en una cafetería y volvió a tomar lo mismo de la mañana anterior. Podía pasar por un obrero de la construcción. Miraba la televisión que daba informativos nacionales a esta hora. Miró el plano de Guadalajara discretamente, aunque la barra estaba llena y las mesas se iban ocupando, no deseaba ser sorprendido por ser un extraño extranjero. Cogería la calle Dos De Mayo que lo dejaría en la estación de autobuses de la ciudad. Llamó cuando llegó con el teléfono que le dejó Miguel Topete para el trabajo. Informó a su enlace de lo acontecido. 
 Esperando en la estación de autobuses, fue informado del estado grave de Hipólito, ya trasladado al Hospital Universitario donde el ojo izquierdo lo perdería, no la vida. Esa noche, Miguel Topete cenaría con Juan Rovirosa.
 Fue un alivio poder ducharse y comer decentemente. La habitación de la calle Hortaleza estaba pagada para una semana, por lo que decidió agotar su estancia en Madrid. Dos días más tarde de la cena de trabajo con su enlace español, recibiría un billete de avión para su vuelta. El teléfono de contacto que Juan Rovirosa llevaba estos días, fue entregado a Miguel Topete, por éste supo más tarde, que la organización estaba contenta con su trabajo y ya en Méjico, recibiría el resto del montante económico por los cauces habituales.



  Los días empezaban a ser más alargados. Algún cartel en las marquesinas de los autobuses urbanos desglosaban las actividades que el nuevo ayuntamiento madrileño, presidido por una antigua juez emérita, tenía previsto para los ya inminentes carnavales. Bajaba la puerta metálica de la farmacia la siempre dicharachera Micaela, mientras de soslayo le indicó con un movimiento de cabeza Paloma De Palacios a Natalia Figueroa, que se quedase un momento.
 Ya solas las 2 mujeres, la farmacéutica le informó de todo el proceso, "delictivo"  llevado a cabo a su compañera. Algo oyó la joven, su madre la llamó la misma noche del suceso acaecido aquella mañana de enero. ¡ Era la comidilla del pueblo ! Vaya faena, cosas de críos, se pensaba. Mejor, discurrió en su interior la siempre ojeriza que llevaba encima Natalia Figueroa. Que se siga por ese camino, tiempo tendría de ver a Hipólito y su estado no sólo físico, sino mental, que era lo que ella deseaba más.
 Cuando Juan Rovirosa caminaba por Madrid, le fue tomando gusto a la cosa, discurría en pleno parque del Retiro, maravilloso con sus tonos invernales y sus múltiples hojas caídas en el suelo, que era hora de terminar de invertir parte de su dinero en bonos del Estado mejicano. Echaría los dados los dados a ver qué iba saliendo. La cajita del altillo se encontraba llena y aquello habrá que sacarle brillo. Rentabilidad fija y rédito mensual, de a poquitos, pero a ver... En Madrid era fácil encontrar un locutorio y llamar a casa. Lo hacía 2 veces al día. Se metió en El Corte Inglés de la calle Preciados, porque era el más cercano a su habitación, y porque Juan Rovirosa no quería cargar con paquetes que no cupieran en la maleta que iría de nuevo a la bodega del avión dentro de 2 días.
 Iba para 30 años el próximo mayo y debía, por 1ª vez en su vida, planificar algo del futuro. Decididamente, se pondría en contacto con algún experto. No deseaba alargar mucho más este asunto con la organización. A su vuelta y cuando Pepe Polopos le entregase el remanente económico de su último trabajo, le dejaría una nota para hablar con Cristina Pampin, a ella la informaría y le pediría consejo para su futuro. Sí, lo decidió con su última Coronitas antes de irse para la casa de huéspedes.
 Cuando en la primavera vio Natalia Figueroa a Hipólito tras " el incidente ", lejos de tener algún acceso en su conciencia de remordimiento, sintió un placer cercano al orgasmo femenino. Todos tendemos a pensar que seremos capaces de ejecutar una idea y sólo maldecimos con la lengua, pero nunca nos atrevemos a llevarla a cabo. Pasa a menudo con la vida cotidiana en hechos que no damos importancia: sea una reyerta verbal de tráfico donde amenazamos con el puño y la lengua viperina a la persona que creemos que nos estorba y encima se equivoca; a ese vecino mal educado que lleva años molestando con sus gritos o la música alta, y tras llamar a la policía se sigue mofando de los molestados, porque el tema burocrático es muy molesto y no llega a ningún resultado práctico. Sea que vengan los agentes y le amonesten, haya que pedir el número de atestado a los funcionarios públicos, quizás después de varios intentos se puede hablar con el Administrador de la Finca, o irse con los mismos al Distrito o Ayuntamiento correspondiente para una sanción judicial o acabar en el Juzgado, pero nunca se acaba por echar y expulsar al propietario molesto. Es ahí, en esos pequeños casos en los que algún magistrado de la organización puede ver un delito menor, insignificante, que llegó a sus dominios hace tiempo, pero que no se resolvió con sentencia administrativa, pues el conductor enojado sigue con sus hábitos y el vecino con sus molestias e insultos. Como no hay que esperar a la justicia divina, que nunca llega como el premio de la lotería, siempre toca ... pero a otros, ahí aparece esta suerte, tropezando con la sombra de la muerte.









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