ARONA




En algún rincón del mundo
Al pie de un talud,
Un desertor parlamenta con centinelas
Que no entienden su lengua.



1.-  El susto que fué verdad.-

  Cuando a Pumuky lo volteó un astado hasta hacerlo volar varias veces sobre su cabeza, y el resto del cuerpo acabó, como es de suponer por cuestiones físicas, en la arena del provisional coso taurino, hay que decir que aquello tenía mala pinta. Y eso que el chaval, llegando a la treintena, no tenía ni oficio ni beneficio, pero estaba vivo y sano, y ahora, arrollado por el astado que le adivinó el corte por el que iba a salir, no se dejó engañar, le bastó una vez y a la siguiente se fue al bulto, en esta ocasión el cuerpo menudo de Pumuky, que como un resorte, en apenas un segundo, volaba por encima de la cabeza del bovino, que no tuvo piedad de él, en aquella tarde soleada primaveral.
 Se ensañó con el chaval, buen conocedor de lo que se jugaba, pero en esta oportunidad, cuando sus huesos descendieron por fin a la arena, su ser ya no existía, ni pulsión vital, ni corazón, los desgarros interiores eran superiores a lo que su corazón pudo resistir y la diferencia de kilos de uno y otro contendiente, hizo que la fuerza bruta acabase con el intelecto del homínido. Pumuky no volvió a ver la luz jamás, la vida se le había transitado de su cuerpo a la nada.
 Debía de ser por aquella época en la que Nuaj Llave era alcalde de Arona, cuando la noticia de que Pumuky tuvo su deceso en la orilla izquierda del lugar donde creía que gobernaba, a escasos 5 kilómetros, en Arico. Él mismo saboreaba una cerveza en pleno centro de la urbe, incluso sus bigotes, parecidos en su fisonomía a los de Gabo, pero sin su intelecto, se refugiaban pequeñas gotitas en sus pelos de la cebada germinada, ahora que con gafas parecía algo, embutido en su percha de 1.80 de estatura.
  Lo había logrado, organizar un partido maltrecho, pero que mandaba, eso creía él, y en el poder, todos son lavativas y manos a la espalda. Pero le sorprendió lo del chaval, " era un hijo del pueblo ", algo así como los de la Benemérita lo " son del cuerpo ".
 Tampoco le afectó mucho. Nuaj Llave se convirtió en un pequeño talibán de un partido que se creía progresista, pero que todo giraba alrededor de los parabienes de estar gobernando en la nada, esa absoluta cualidad etérea que tanto se estila en poblaciones pequeñas, donde realmente el único poder es la Iglesia católica y su venta de humo permanente a la que todos los ciudadanos de buen y mal pensar, acceden en una u otra oportunidad a sus vidas. Bien en natalicios, nupcias, decesos y en busca de alguna recomendación, que se estila mucho.
 Allí estaba de pie, sobre un taburete alto colocaba un pie izquierdo y el codo derecho en el alféizar de la ventana; a su lado, Decente Lacosa, comentaban el deceso de Pumuky, cuando a los lejos, por una de las entradas a la Plaza Mayor, hacía acto de presencia un neón andante, su concejala de cultura: Piedad Candel, que casó con un hobby volador, que a su lado, como un perrillo rastrero, una vez desciende de su ala delta del que es practicante, se convierte en un rumbero que baila al son de la susodicha.
 Allí, al poco rato, sean unos minutos, alrededor de Nuaj Llave y Decente Lacosa, se arremolinan varios " niños nadie", de esos que la sopa boba del enchufe les llevó a la imbecilidad más absoluta y a mirarse permanentemente el ombligo, a salvo de cambiar algo, no sea que en el intento, aquello coja alguna idea curiosa y como si desmontasen un reloj, las piezas luego no encajen.
 Cuando Carlos Domínguez desciende por los escalones de la vivienda paterna que dan al Pasaje y abre la puerta que lo deja en dicho lugar, camina lento, se asoma a la calle, esa Avenida que le ha visto crecer, es un decir metafórico, duda entre coger el coche y bajar al centro o hacerlo caminando. Decide ésta última opción, más que nada porque desea echar unos traguitos de agua de la fuente recién remodelada por el edil-presidente Nuaj Llave, en un intento, inútil, por mantener el cargo en las próximas elecciones municipales, donde quería repetir de edil - presidente. Al parecer, el pueblo llano y plano, tenía otros planes. 
 No se halla la mencionada fuente demasiado lejos de su casa y en unos minutos refresca su cara, a modo de cuenco con sus manos recoge el líquido que se esparce por el rostro y bebe, ¡cuantos recuerdos! Ya puesto, se desvía unos metros, apenas unos cinco minutos a paso lento y se asoma a la atalaya del Castillo, donde se observa una porción de libertad en forma de mar. Ya han llegado unas parejas y varios grupos de adolescentes, a esos que les quema la cama y un sábado cualquiera, al sol rampante de la primavera, se echan a la calle. Despacio, Carlos Domínguez les observa y camina lento, pero seguro, disfrutando del dios astro, se encamina a la Plaza Mayor, donde a lo lejos otea el horizonte y se sienta, todavía hay espacio, en una silla, en la terraza de una cafetería, antes de que venga el bullicio de personal y ocupen todas las mesas. Apenas un saludo frío y distante con " los niños nadie", él podría ser uno de ellos, pero puso leguas de por medio en tiempo, espacio y lugar.
 Carlos Domínguez toma el primer trago de su cerveza recién colocada en la mesa, y mientras pincha con un tenedor pequeño una porción de salchicha que le han colocado de aperitivo, observa los numerosos corrillos de gente que se forman en las aceras de la Plaza Mayor, como hojas en remolinos de viento, como si se animasen de verse vivos una vez más. Este sitio, ahora repleto, pero en días muy señalados, ya no es el centro de Arona, si acaso lo es el eje comercial, ese Mercadona que lo inunda todo de bienes alimenticios, higiénicos y puestos laborales, colocado en la entrada de la ciudad por la carretera que va a la Nacional que enlaza con la capital provincial, con espacios amplios para aparcamientos de coches y carritos de la compra; buen negocio del señor Roig, además de las múltiples relaciones sociales que allí se pueden contemplar y desarrollar, de los que vienen y están de manera permanente, como de los que de manera esporádica pasan por allí.
 A la segunda cerveza que va a tomar Carlos Domínguez aparece por un lateral de la Plaza Mayor, su amigo Paco Aviraled con su mujer, Eva Bellanger, como buscando un sitio donde aposentarse. Van la pareja cogidos de la mano y como 2 aves, despliegan sus ojos exploradores mientras giran sobre sí mismos hasta que avistan, nunca mejor dicho, a Carlos Domínguez, que sentado en una silla tiene a su alrededor otras 3 vacías. No lo piensan y acuden hacia allí, se saludan, se miran como midiéndose si hay una nueva arruga en sus pieles, un cambio de tinte en los cabellos, una barriga plana o ya incipiente, ¡ en fin... ! esas cosas que hacen los homínidos cuando descubren que son efímeros y ya no tienen amigos imaginarios ni siquiera en forma de dioses de barro o tallados a madera.
 No se habla de otra cosa que el deceso de Pumuky, pero Carlos Domínguez no parece muy interesado en el tema, por lo que acaba de sacar una cajetilla de Marlboro y le ofrece un pitillo a Eva Bellanger, que ávida, le da una buena calada una vez encendido. Como viene siendo habitual, a falta de pan todo son tortas, la capacidad de escucha de Carlos Domínguez es amplia, hasta el punto de que asiente, acomoda una frase justa, una aquiescencia correcta, y cuando la pareja habla y no para de lo excelsa que es su replicante, es decir, una especie de hija que tienen, ya van por la 3ª cerveza. Como no todo está perdido, Nuaj Llave y Decente Lacosa se acercan a su mesa, intercambian opiniones, escarcean como si fuesen cabezas de caballo sobre el acontecimiento de Pumuky, momento en que Carlos Domínguez aprovecha para levantarse e ir hacia la entrada del bar, dirigirse a la barra, pagar las consumiciones, y alejarse, sutil y sibilinamente, de semejante cónclave.
 Deja el abarrotamiento de la Plaza Mayor, a esa hora en la que Arona parece tener una vida palpitante, vibrante, donde el postureo alcanza altas cuotas de solemnidad, y camina por el casco viejo entre murallas romanas, calles recién asfaltadas, fachadas rehabilitadas que afean aún más a aquellas que se desconchan y están a punto de caerse. Allí, sostenido por una barandilla metálica que le llega a la cintura, mirando el infinito, apura las últimas hebras de su pitillo, y sostiene que el miedo es lo que mantiene el orden de las cosas.
 Vuelve al Castillo, y allí, mientras trasiega las cervezas, se echa un pitillo, solitario, sin adolescentes que chillen y se hagan fotos constantes con sus móviles de última generación. Un poco cansado, hacia las 3 de la tarde, emprende sigiloso el camino a casa, donde le espera una suculenta comida familiar, ya que nadie ha querido acompañarlo a la tarea de " tomar los vinos ".



2.-  Hubo proyectos.-

 En su día con sus noches existieron una serie de individuos que dentro de sus cabezas funcionaban con ciertas dosis de esperanza, no sólo la de cambiar el mundo, eso todos, sino la de evolucionar a sí mismos.
 Puede que el relato de nuestras existencias venga dictado por las vivencias de quienes nos rodean.
 Así, Vitín Onega tenía entre sus venas metido el asunto de actuar. Como el talento ni el físico ayudaba, hizo cortos, ayudó en diversas colaboraciones, apareció de "extra" en alguna ocasión, films sin mucho recorrido comercial y por fin, cuando el hambre aprieta y el desasosiego no calmaba el arte de funcionar en la vida, ni siquiera con unos copazos de coñac, donde mal vivió en la gran capital del Reino;  decidió regresar a Arona, ser especial entre la marabunta plana que le rodeaba y perderse entre las playas, no era nada extraño encontrárselo tirado al amanecer, donde los pescadores madrugadores iban a echar sus redes al mar.
 Vitín Onega tenía en común con sus paisanos ese cierto flipe por algo que no existía ni estaba de moda, algo así como el pensar, y entré lo que sucedió y lo actual, no hallaba su pequeño espacio. Murió como vivió, como pudo, y una mañana su vecina Roberta Ramírez al llamar a su casa y ver la puerta abierta, anduvo los pocos pasos que le separaban de la cocina y allí, sobre unos baldosines destartalados reposaba el cuerpo de Vitín Onega, solo y frío, y no, esta vez no se pasó de tragos y estaba en hibernación etílica, simplemente la "parca" llegó y lo convirtió en nada.
 Entre tanto, el figurín de Nuaj Llave fue barrido en las urnas, ante tanta aglomeración de candidaturas, la suya no sobresalía en estructura, ideas, proyectos, y apenas llegó a un puñado de votos que le dejaron en la oposición del municipio y dando gracias que al menos les quedaba el gusto de una representación pequeña. Su 1.80 del que tanto presumía se flagelaba en la intimidad, hasta el punto de que sin darse cuenta, en la mañana siguiente de las elecciones, al afeitarse, se llevó por delante su bigote y tomó la decisión que una vez instaurada la nueva legislatura municipal, dimitirá y pediría, ya desde hoy mismo, su incorporación en la Diputación Provincial, donde él era funcionario. No le importaba hacerse los 40 kilómetros diarios de la capital al municipio.
 ¡Que se corriera la lista! Él, figurín, no podía ser un humilde edil destronado por el barrilete que tomaba el bastón de mando, procedente de la más rancia tradición familiar, y como el poema de Desnos que abre este relato, intentaría convertirse en carcelero vendiendo eterno humo. 
 Claro que a Fernando Arana poco le importaba que el edil barrilete con sus adláteres vividores y aplaudidores alrededor del personaje en cuestión, hubiese ganado las elecciones, él, cuando apenas amanecía, salía de su pequeño apartamento y caminaba solitario por las calles adyacentes donde sus progenitores, unos perturbados septuagenarios, se daban voces unos cuantos minutos al día, y allá se dirigía, a su casa.
 Fernando Aranda había votado el domingo, pero ahora no se acordaba qué papeleta recogió de la mesita del salón y depositó en la urna. El asunto es que el muchacho, es un decir, sobrepasa la cuarentena, acude cada mañana a la casa paternal para 2 cuestiones primordiales, a saber: verificar que ambos progenitores están vivos, ... y desayunar. Porque Fernando Aranda es un privilegiado, trabaja de Conserje en una de las 3 únicas urbanizaciones del Municipio de Arona, relevo que tomó de su padre al jubilarse éste, mientras él, ejercía de electricista contratado por la empresa municipal. Con buen criterio y escasas luces, prefirió la empresa privada previa aprobación de la Comunidad a la que iría a servir y el beneplácito de la Administración de Fincas, que de ahora en adelante le pagaría sus mensualidades, 14 en total, con las extras de verano y Navidad.
 Fernando Aranda es un prototipo muy evidente del homínido medio que se mueve por aquí. Resignado a su destino, abnegado en sus funciones, con la amplitud de miras de sacar a su hijo cada domingo a pasear, ese vástago que tuvo cuando en un arranque de delirio mental supo sacar provecho de una rubia estupenda, maestra de escuela ejerciente, que tampoco era para tanto, pero mucho arroz para él, dónde iba a picar tan alto, el electricista. Hijo de por medio y separación natural meses después de que la muchacha recuperara la conciencia de clase, asustada de suegros perturbados y cuñada histérica, no había realizado estudios superiores para engendrar más capullos que deshiciera su, por otra parte, cómoda vida. 
 Pasados 2 cursos y varios revolcones que valieron su precio, Margarita Cifuentes solicitó plaza en pueblo cercano, con el fin de acumular los puntos suficientes y emigrar, ya con el niño de 6 años, a la capital de la provincia, donde libre tomaría nota de lo ocurrido en sus hormonas femeninas apenas cruzado el umbral de la veintena. Tiempo había.
 San José puede ser un buen sitio para empezar una nueva vida. Como Margarita Cifuentes, se construirá a sí misma como una fortaleza, sobre sus ruinas en decadencia se formará de nuevo como una crisálida. Al lado siempre está la playa, aguas cristalinas para pasear en el otoño descalza y todos los servicios que una madre soltera y solvente pueden ofrecer para que su vástago crezca, alejado de miradas críticas, que todavía hoy, en este siglo persisten.
¡ Cuantos carceleros que no entienden la lengua del desertor!
 En Arona existen muchos lotófagos con mentes instaladas en el medievo.

 

 3.- El enemigo que veo viste una capa de decencia.-


  Cuando de los corrillos de gentes, un grupo variopinto, que pueden llegar a media docena de homínidos charlando y como si se estudiaban al mismo tiempo, se pasa a una aglomeración más amplia: o son las fiestas patronales de Arona, aquellas que se celebran para la llegada del estío o bien, las de la patrona en agosto, y los barcos, grandes y pequeñas embarcaciones, realizan una travesía por el mar para dar las gracias de seguir vivos y poder contarlo. Allí, pasean sobre una barca de dimensiones escasas, varios escogidos, a una virgen negra y de talla escasa, coronada de estrellas y con una media luna en los pies, a la que los lugareños le piden cosas.
 O bien simplemente, algún vecino ha fallecido a una edad que no le correspondía, pongamos que de muerte natural, apenas se ha doblado la cincuentena. Es ahí, donde el personal se vuelca en parabienes para los más allegados al finado y aquello acaba siendo un terremoto de gentes que desean ser vistos, escuchados y sobre todo, presenciales con sus figuras hieráticas.
 Pilar González observó desde pequeña estos movimientos, y no era extraño que a lo largo de 12 meses, lo que suele durar un año en el calendario romano, no sucedieran varias cuestiones de estas. Y quiso huir de ese postureo que lleva al enemigo a vestir la capa de la decencia y de lo que se supone debe de hacer, decir y actuar.
 De familia humilde, de criarse en casas bajas a la orilla del mar, siempre expuestos a su caprichos, su padre, Ramón González, al que todos llaman Poseidón, tenía una barca que le daba de comer a él y a su familia, mujer y 4 vástagos, entre los que se encontraba Pilar, la mayor, y a la cual, en un arranque de honestidad y con unas jornadas maratonianas de trabajo en el mar, reunió en unas semanas gloriosas pescas, suficientes para plantearse adquirir 2 embarcaciones más. La jugada la pensó sólo, a orillas del Mediterráneo, cuando alzaba las redes y veía atónito su buena suerte en los últimos días.
 Llegaría a la Caja Rural, y allí, sentado con las manos sujetando su boina de pescador, nervioso y ansioso, esperó hasta que un niño nadie del pueblo, que ejercía de director, le atendió. No le preocupaba una ampliación del préstamo que ya tenía, su jugada era meter a Pilar González de botones para que iniciara una carrera fuera de aquí, observando cómo la muchacha, de apenas 13 años entonces, era buena estudiante, cosa que ni Poseinodito, su hijo mayor, ni Paco, el que le sigue, los libros le quemaban en las manos, y sólo, pasados unos años, los vió con devoción en los textos para sacarse el carnet de conducir, ahí sí, les observó empeño. Pero uno sería marinero como él, para lo bueno y lo malo, y el otro, llevado por su pasión por las motos, apenas acabó el graduado escolar, entró en un taller mecánico de Arona.
 Ramón González no dudó un instante cuando firmados todos los documentos que le daban un buen puñado de pesetas, de las de entonces, le propuso al niño nadie tal cuestión que llevaba días que le atormentaba. Para su sorpresa, fue más sencillo de lo que creía, la muchacha, entonces una niña de 13 años que cursaba el bachiller en la localidad, sería contratada en el verano, al finalizar las clases, y si los meses del estío daban las esperanzas con las que Ramón González salió de la Caja Rural, a la niña, que nada sabía de las elucubraciones paternales ni le consultó ni indagó la cuestión previamente, se lo espetó a la noche, cuando todos reunidos en la cocina familiar, mientras su mujer, Pilar Vivas, colocaba unas merluzas en el fogón grande a fuego lento. 
 Nadie dijo nada, pero por las venas de Pilar González corrió una alegría que le desbordaba el corazón. Un ser tan simple, pero con la cabeza bien amueblada como su padre, hallaba la llave que le abriría el futuro. Sus estudios proseguirán, aquel mismo curso el instituto colocó clases nocturnas y un colegio aumentaba sus horas lectivas para adultos, en un afán de que las gentes supiesen más allá de las 4 reglas, que la verdad, les habían llegado a muy poco.
 Llegado el verano y con la alegría desbordante de los días y noches pasados en las fiestas patronales con la llegada del estío, Pilar González, previo pacto, partió con sus mejores galas a la sucursal de la Caja Rural, donde Evita Cienfuegos encargada del cuadre de su caja, le esperaba. En unos minutos, nerviosa pero ansiosa, cuando el director niño nadie llegó con un polo naranja y pantalones chinos, con olor a loción de afeitar Varón Dandy y gel de baño Fa, en su escueto cuerpo, Pilar González escuchaba atenta a Evita Cienfuegos, quien en su funciones, le espetó varios recados que requerían su atención para ejecutarlos con pulcritud.
 Pasaron algunos años, los suficientes para que el sueldito de Pilar González ayudase a la economía doméstica y acabase su bachillerato, ya no tan pulcro en notas como en anteriores ejercicios, pero llegó a la mayoría de edad de una recién estrenada Constitución española y ascendió, por méritos propios y tedio ajeno, simplemente comprendió que debía de aguantar el tiempo suficiente para salir de Arona, ahora que en la nueva década, se abrían nuevas firmas comerciales bancarias en el municipio. Sin llegar al volumen de otras poblaciones cercanas y de las que no se sabe muy bien porqué, se competía, sean Alcaba, o el auge turístico que empezaba a alcanzar San José.
 Arona era el epicentro de operaciones de lugares más pequeños y menos engreídos, sean los que tienen nombre de western: Agua Amarga, Las Negras o La Isleta Del Moro, ésta última la preferida para bañarse de Pilar González con sus amigas, cuando entre unas y otras consiguieron el permiso para manejar un ciclomotor.
 A mediados de la década de los 80, la hija de Poseidón, pasada la veintena, estrenaba habitación propia, ella que la compartió en la casa familiar con María González, la hermana pequeña y la única, que pasado el tiempo, alcanzaría estudios universitarios en la capital y se instalaría de veterinaria; la única que hizo llorar de emoción a su padre, en ese rostro curtido como un higo, el día que se matriculó, donde nadie jamás atisbó semejante emoción.
 Pilar González se buscó la vida, y sin parecer ni serlo, aprendió de los niños nadie y de sus influencias para entrar de funcionaria en la recién creada Comunidad Autónoma.
 Se preparó y aprobó unos exámenes que previamente sabía lo que iba a caer, para eso tejió el contacto con sutileza que le ratificaría, con apenas 24 horas de antelación, lo que tendría que tener muy bien preparado. Se metió entre pecho y espalda los 6 temas que saldrían en una mañana gris y lluviosa en la capital autónoma. Escogería 3, los desarrollaría y saldría adelante. Apenas un mes después, el mismo procedimiento, este examen era oral, pero de las bolitas que el Tribunal tenía en una pecera, 6, Pilar González tenía memorizados sus contenidos, así cuando expuso el 1º y luego el 2º, sabía que una plaza en el Departamento de Gestión Agraria, sería para ella.
 Tampoco es que su vida cambiase tanto, tenía un horario rígido de 09.-15 horas de lunes a viernes, pero sus emolumentos eran ampliados, lo cual, consideró que pasados unos lustros y en la treintena de su vida, decidió, a diferencia de sus hermanos, que ampliaron negocios y contrajeron nupcias con sendas muchachas de Arona, Pilar González descubrió que sola se vive muy bien y que el sexo está demasiado valorado.


4.- Postureo.-


 Se establece un hilo muy fino entre quienes permanecen de manera constante en Arona y quien mantiene una relación, escasa o frecuente; de los que aparecen como espectros, de vez en cuando. 
  El día a día contamina y como la vida: mancha. Y muy probablemente nubla y distorsiona una realidad que aquí, no necesita de espejos concavos. La lejanía,  te da una perspectiva, sino más objetiva, sí más fría y distante, con el pulso tenso pero seguro como el del cirujano que debe seccionar y coser. Nuaj Llave nunca lo entendió, tanto tiempo preparándose para el poder y cuando lo tuvo, produjo la nada, la cuestión es de que si eres cómplice de empresas cuya principal razón de existir es enriquecer aún más a gente que ya es mucho más rica que tú, eres su sirviente, y al final, sólo quedas para sostener el abrigo.
 Eso sí, cuando algún joven viajero acaba de dejar su hogar en busca de nuevas vidas, en ese cruce fronterizo que existe entre la página en blanco y colocar sobre ella algo que merezca tu tiempo en leerla, hay un trecho, en ocasiones pequeña, otras, es grande. Nuaj Llave funciona como si el día amaneciese porque él se encuentra entre este espectro de fantasmas, ahora convertido en funcionario, de dónde nunca debió de sacar los pies del cesto, sí las ideas que creía tener eran simples ocurrencias, mejor que deje paso a su amigo Decente Lacosa, menos engreído y sabedor de su mortalidad, no se ha convertido a ejercer de talibán de vidas ajenas, y por sus hechuras parece que admite la discrepancia sin necesidad de tener que apalear a un joven cristiano, prometedor de la más rancias costumbres, pero que también tiene derecho a respirar, simplemente porque opina distinto a tí.
 En eso consiste la democracia, en la alternancia de ideas, no de ocurrencias.
 Suele pasar cuando se ha ejercido un cargo público y se cree que se le debe algo, la población gobernada ejerce su derecho a la crítica, no son en ningún momento súbditos, y menos, esclavos de tus caprichos. Aunque luego Nuaj Llave escriba, esporádicamente, en algún medio de tirada local juzgando y ejecutando cabezas y vidas ajenas, sin mostrar ningún pudor ni decencia, siendo lo más gracioso que lo ejerce sin atreverse a firmar con su nombre. Ni siquiera tiene imaginación para realizar dicho texto con seudónimo.
 Ya se sabe que de valientes está el cementerio lleno. 
 Semejante talibán necesita de vez en cuando una dosis justa de verdad, y otra de mentira para equilibrarse.
 Cuando Carlos Domínguez llega a media mañana sabatina a la Plaza Mayor para tomarse un cafetito en el bar Toti, apenas hay gente. Se aposenta en una silla debajo de los soportales que sostienen las terrazas acristaladas de las casas. Hace fresquito, ese olor que se cuela desde la distancia que proviene del Mediterráneo, hoy tranquilo, pero corre el aire típico del otoño. Ha decidido que irá a la óptica de su amigo Paco Aviraled, para ver nuevos modelos de gafas y ya de paso graduarse la vista.
 Sostiene en su mano un pitillo que fuma de a poquitos mientras que con la otra, en forma de cuenco, la tiene encima de la taza de café, para que el aroma no se escape del todo. Cuando acaba ambas funciones, trasiega el líquido y finiquita el cigarro, paga y se encamina apenas a 2 calles donde la óptica se encuentra.
 Al entrar, unas muchachas compran fundas para sus nuevas gafas de sol atendidas por una dependienta. Paco Aviraled se halla en el taller, arreglando unas patillas y ajustando unos cristales. Poco movimiento hay. Ya sentado en una silla amplia, blanca, Carlos Domínguez observa los optotipos que cuelgan de la pared justo enfrente de donde se encuentra. Coloca su cabeza sobre un aparato de tonometría para observar la presión intraocular y luego le toca averiguar letras y números. Parece mentira, pero Carlos Domínguez se mantiene en el mismo nivel en los 2 últimos años, pero aún así desea cambiar de lentes y comprarse unas de pasta, de color negro. Y eso hace. A su mujer, Patricia Romero, le va a gustar, otra cuestión es a sus dos hijas, casi veinteañeras, que opinan de todo.
 Paseando por el borde del mar, decide ascender con tranquilidad sobre las casas bajas que dan al mismo, a escasos metros, pero los suficientes para que nunca haya habido desgracias. Allí, en un soportal amplio y sobre unas parras que hacen el acopio de reducir la luz, sobre todo en los meses primaverales y veraniegos, se encuentran algunos viejos pescadores tomando sus vinos y echando el rato, entre juegos de cartas, dominó y al fondo, ya dentro del bar, una televisión seguida por pocos acólitos, observa el partido de fútbol de la mañana sabatina. Es un sitio donde siempre se ha sentido a gusto Carlos Dominguez, nada de postureos, un barrio que consigue desde tiempos inmemoriales realizar sus ofrendas a la virgen en verano y organizar un fin de semana de agosto sus propias fiestas, al margen de pedir dádivas al Consistorio, salvo el permiso pertinente y traer alguna actuación musical, sobre todo de rumba, que es lo que el personal entiende.
 Somosco es el barrio, en la pequeña plaza que da nombre al sitio se encuentra el epicentro de dicho lugar y hacia abajo, enseguida se llega a la arena, donde el mar es el dueño del asunto. Curiosamente sólo existe un Hotel: Las Calas, que absorbe la mejor oferta de alojamiento de Arona, el resto son casas de particulares y pescadores que las alquilan en los meses de primavera y estío, o pequeñas fondas reconvertidas en hostales.
 Arona, pese a los intentos de sus diversas administraciones locales, no ha logrado ponerse a la cabeza de alojamientos, pernoctaciones, ni en el tema culinario. Las migas, carne al ajillo, caballa, pinta roja, el jurel o el arroz caldúo es el menú corriente. Ollas y pucheros puestos a fuego de chimenea en muchas casas dejan un aroma inconfundible por las calles de Arona si se tiene a bien pasear poco después de la media mañana. Otra cuestión, es que en esta tierra árida y salvaje, el descuadres de gentes entre los meses otoñales y veraniegos es abismal, aún así, se estila la purificación de poder andar solo sin que nadie te moleste por la mayoría de calles. La industria, salvo la turística y en apenas 90 días concentrada, no existe. Y al parecer, pese a los intentos de los diversos ediles presidentes de la corporación que han pasado en estas décadas de cierto desarrollo, ni figurines ni barriletes, han conseguido poner en el mapa del resto del país a Arona, aunque eso sí, las diversas rotondas y banderas amplias del Estado colocadas en sitios estratégicos, dan fe de la nada más absoluta en el futuro, fomentado con amplitud, el postureo.
 Por eso Carlos Domínguez, mantendrá los lazos anchos con esta población donde creció y se desarrolló, como Pilar González, y ambos, por diversos motivos, mantendrán el hilo sin cortar mientras haya madeja, que esa es otra, o hasta que los padres de uno y otra, persistan en su empeño de seguir vivos. También puede ser, y será lo más cierto, que ambas personas mantendrán sus pasos por Arona, hasta que les dé la gana.
 Una pena que en sitios como este primen la uniformidad de ideas y el pensamiento colectivo. Por otra parte, uno se queda solo cuando decide usar su cerebro para encontrar respuestas.
 Pero marcado en la piel, ambos llevan en algún punto de su cuerpo, ese rincón del mundo al pie de un talud, donde éstos desertores mentales, ya no hablan el mismo idioma que sus carceleros intentaron imponerles.












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