MIGUEL RÍOS: COSAS QUE SIEMPRE QUISE CONTARTE
También me olvidé de
confesarme. Pero no me olvidé de pecar.
Casi que voy a comenzar por el final, o al
menos en sus últimas páginas, de esta especie de memorias de Miguel Ríos,
alguien muy interesante no sólo por el aspecto musical, obvio, sino por la trayectoria
personal, ya alejado de los escenarios de manera profesional de disco/tour y
demás mandanga.
Y lo hago a conciencia, porque toca una fibra
sensible en mi persona. Que puñetera es
la vida: mi madre todavía me visita cuando me miro de refilón en el espejo y
veo que va ocupando mis facciones. Algo parecido me pasa a mí, que me
observé durante 4 décadas ajeno a cualquier rasgo femenino en la mujer que me
engendró, y que un día, cuando ella ya andaba fastidiada y con la cabeza
rapada, al observarse en el espejo mientras mi hermana le guardaba las espaldas,
dijo aquello de: “pero cuanto me parezco a Mario”, Y sí, era cierto, incluso en
mis tiempos en que llevé el cabello muy largo, el castaño que caía por mi
cuello era la misma mata pequeña, que ella llevaba. Entiendo el susto de
Miguel. Los cromosomas aparecen para recordarte de dónde vienes, hagas lo que
hagas.
Que alguien como Ríos se meta año y medio a
escribir una vez que decide dejar los escenarios, es digno de encomio, y si
luego lo hace con una narrativa llevadera, lo que cuenta es interesante, aunque
omita algún nombre y detalle, lógico. Cosas
Que Siempre Quise Contarte, en 1ª persona, desarrolla el acontecimiento de
un sobreviviente en el empeño de hacer rock en este país, algo así como si un
japonés desea llevar su arte a los tablaos flamencos del Sacromonte, y lo haga
bien, y deje una carrera digna, en algunos momentos excelentes.
Entonces descubrí un rasgo de mi personalidad
que me ha acompañado hasta ahora: no deseaba nada que no pudiera comprar.
Él mismo comienza con su último concierto en
la ciudad mejicana de Guanajuato, y se remonta a los tiempos heroicos de la
postguerra española, en el barrio granadino, El Cercado Bajo De Cartuja, el
pequeño de cinco hermanas y un varón, su descubrimiento de los discos en los
almacenes Olmedo, y ahí comienza el asedio a ser cantante, a meterse en el
veneno del rock and roll en España, y todo a pulmón, allá por los lejanos años
de blanco y negro, polvo, grisura de la década de los 50.
En el libro hay el tópico de sexo, drogas y
r&r, sobre todo desde que inicia su aventura en Madrid. Lejano en el
tiempo, Ríos separa su vida amorosa, creativa, de amistad, hambre, palos,
muchos, de encabronamiento casi absoluto, del apoyo incondicional de un cuñado
que en los momentos más difíciles acude con un giro que le salva de la campana
de no levantarse, de tirar la toalla. Sigue adelante en un Madrid pueblerino y
ratero, pero es lo mejor que puede encontrar en ese momento, en algún instante, a
eso de cumplir los 29 años, ya sabe que será un rockero periférico, pero antes había tocado el cielo con el Himno De La Alegría, sus bajadas al
infierno musical con creaciones muy por encima de su tiempo, La Huerta Atómica, La Noche Roja… los rayos laser, dignificar el directo en España.
Sus alegrías y tormentos, todo está en Cosas
Que Siempre Quise Contarte. Hasta el mes en la cárcel por quedar atrapado
en el sistema burocrático de entonces, porque te pillen fumando marihuana.
Un tipo que lo cuenta tal cual, Ríos descubre
el mundo a través de su pasión, el rock, el número 1 en Estados Unidos, Canadá,
y que se da de morros sabiendo que nunca llegaría a ser Elvis, sería un
cantante de aquí, aunque pasados las décadas más sufridas y de cambios de
estilos en los 60 y 70, llegaría el despegue definitivo en la década de los 80.
El texto aúna pasión, desmenuza el rock and
roll primigenio en España, con vivencias personales curiosas y los muchos palos
que de vez en cuando le caían, pero Ríos lo hace con cierta benevolencia,
crítica feroz en lo que desea puntualizar, su deuda hippie, ahora es un tipo acomodado,
pero alerta con su entorno. Sólo algún matiz a un texto muy bueno, las partes
finales se hacen de manera apresurada, abandonando la narrativa anterior con
detalles interesantes y ahora desarrollando demasiados datos, inconexos con lo
anterior, quizás el espacio, o un cierto agotamiento en la meta, pero que no
desluce el resultado final de un libro imprescindible para conocer desde dentro el rock hecho en España, durante 4 décadas, por un pionero, que además ha sido
generoso en el esfuerzo, deja un volumen, para mí, imprescindible.
Como suele pasar, la vida adulta traza líneas
que convierte en fronteras lo que antes fue tierra común.
Una parte, ya llegando al final, define los
tiempos que nos tocan vivir a aquellos
que aún creemos que esto del rock, no cambia el mundo, si acaso a ti, pero que
atesoras canciones y discos como si te fuese la vida en ello.
Me
sentía algo incómodo con la pérdida de influencia social de la música, que ya
se encontraba en caída libre. Además, muchas de la necesidades por las que me
convertí en rockero, y otras que nunca
tuve, estaban cumplidas: la huida del paraíso emponzoñado de la infancia, la
urgencia de salir de la escasez, el insano vértigo de sentirse el elegido, el
bálsamo afrodisíaco de los aplausos, el inesperado placer del sexo regalado, el
brillo cegador de las medallas, el striptease emocional de cantar tu vida, la
rendición condicional de algunos sueños, la entrega incondicional de los fans
que se iniciaron en el amor al rock en los años del Rock & Ríos, los
ahorros que me permiten vivir sin alardes, lejos de la vida indecente que la
acumulación de riquezas ofrece a los ricos.
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