ALBERTO MORAVIA: ENTRE LA OBSERVACIÓN Y EL SEXO.-
LOS INDIFERENTES .- 1929.-
Carlota había crecido en el augusto rincón de sus lejanos años infantiles. Pero la habitación era acogedora, cómoda e íntima, más de una intimidad ambigua, a veces madura y otras pueril.
Acabó de desnudarse, y complemente desnuda, moviendo su cabeza ensortijada, se levantó y se acercó al armario para sacar un pijama limpio. Dio aquellos pocos pasos con ligereza, sobre la punta de los pies; abrió el cajón y notó sus exuberantes senos moviéndose por su cuenta, allí bajo sus ojos. Al erguirse se vio en el espejo.
Lisa aquella mañana se despertó tarde. Hacía varios días que no se acostaba antes de medianoche. Dormía sin placer alguno, y se levantaba más cansada y nerviosa que la víspera. Despertó con dificultad, y sin moverse ni levantar la cabeza, miró. Una oscuridad polvorienta, agujereada como un cedazo por mil hilillos de luz, llenaba la habitación.
Se acercó al perchero. No llevaba más que una camisita que acentuaba aún más las curvas de su cuerpo. Las piernas estaban totalmente al descubierto hasta el profundo pliegue que separaba la redondez de las nalgas de los muslos blancos y sin pelos; los senos musculosos, apenas más caídos que cuando tenía 20 años, sobresalían a medias como dos hinchazones lisas y veteadas de azul.
Leo Merumecci llevaba negocios en el más verdadero sentido de la palabra, trabajaba. Todas sus actividades limitánbanse a la administración de sus bienes, que consistían en algunas casas, y en alguna que otra cauta especulación en bolsa. Sus riquezas aumentaban regularmente cada año. No gastaba más que tres cuartas partes de su renta, y dedicaba el resto a la compra de nuevas casas; entre ellas quería la que habitaba la viuda Lisa, ahora su amante desde hacía años y venida a menos con el tiempo, pero sus ojos se posaron en la cándida Carlota pese a la animadversión que le profesaba el hermano de ésta, Miguel.
Desde hacía semanas todas las noches Leo Merumecci aparecía por la casa de Lisa con el objetivo de contentar a ésta y conquistar a Carlota, hasta que una noche la estrechó con más fuerza, deslizándose sus manos un poco más abajo, allí donde sus piernas gruesas y musculosas se unían a las nalgas esféricas, de línea purísima, reconocible debajo de los pliegues del vestido. La temporada fue pasando, tal vez todo no era nada más que una cuestión de dinero, de tiempo y de circunstancias que se hiciera con todo el botín.
Así pues, resultaba que había perdido su primitiva condición sin haber conseguido por ello adquirir otra.
AGOSTINO.- 1944.-
No podría desligarse de una vez para siempre del sombrío estorbo de aquella su desdichada edad de transición. Por lo tanto, era preciso continuar viviendo de la manera acostumbrada, como si se tratara del sentimiento amargo de una imposibilidad definitiva.
La madre de Agostino era una mujer alta y hermosa, todavía en la flor de la edad y él experimentaba un sentimiento de orgullo cada vez que se embarcaba con ella para uno de aquellos paseos matutinos, apacible y serena como el mar y el cielo, el chico llevaba los remos del bote mientras se adentraban en el agua. No era ajeno a varios ojos que les observaban, admirando a la madre y envidiándole a él, con sus apenas 13 años.
Una mañana la madre se encontraba debajo de la sombrilla, y Agostino, sentado en la arena junto a ella, esperando que llegara la hora del paseo por el mar. Hasta que la sombra de una persona en pie ocultó el sol ante él: levantó los ojos y vio a un joven moreno y bronceado que tendía la mano a la madre. Señalando hacia la orilla cogieron una barquita e invitó a la mujer a dar un paseo. Desde aquel momento, Agostino tuvo ideas contradictorias.
Desnortado y como fuera de lugar, su tiempo a partir de ahora lo llena con conocimientos de otros chicos de su edad que se buscan la vida en la playa, por ahí andan Berto, Tortima, Sandro y un enigmático marinero: Saro, que con el paso de las semanas le descubren un mundo turbio, zafio, agresivo...muy alejado de los principios en los que se educaba Agostino: sofisticado, elegante, rico... Esa contradicción amarga el verano al muchacho hasta entrar en dudas, lleno de tormentos en esa edad difícil.
Cada uno pone su propio paraíso en el infierno de los otros.
LA ROMANA.- 1947.-
Entregaba a mi madre todo el dinero que ganaba y, cuando no posaba, permanecía a su lado y le ayudaba a cortar y coser camisas, nuestro único medio de subsistencia desde que había muerto mi padre, que era ferroviario.
Yo no tenía segundas intenciones, estaba toda ahí, con mi deseo de casarme, mi amor a Gino, mi afecto a mi madre, sincera, confiada e inerme, como se puede ser a los 18 años cuando las desilusiones todavía no han defraudado el ánimo.
Pero a pesar mío reconocía las afirmaciones de mi progenitora: sin dinero, poca felicidad puede tenerse. Ahora ya, me decía, nada me impediría casarme y vivir la vida a la que aspiraba; pero mi compañera Gisela, que también posaba para distintos pintores romanos vestía, comía y vivía mejor que yo, y hasta tenía un novio o algo parecido, un tal Ricardo. Por ellos conocería al comisario Astarita, que se enamoró de mí perdidamente. Por él supe que Gino estaba casado en provincias y tenía una hija, y de esa decepción y el fortalecimiento de vivir mejor, apareció el dinero y el modo y el motivo por el que se me daba, me embargó el ánimo.
Las prédicas de mi madre y de Gisela comenzaban ahora a dar sus frutos. Siempre, aún llevando una vida virtuosa, había sabido que mi belleza hubiera podido procurarme, muchas cosas que deseaba. Por 1ª vez consideré mi cuerpo como un medio bastante cómodo de conseguir los fines que el trabajo y la seriedad no me habían permitido conseguir.
" Soy una puta ", dije por fin en voz alta para ver qué efecto me producía. Me pareció que no me hacía ningún efecto, y cerrando los ojos, me dormí en seguida.
La belleza y la juventud hacen soportable y hasta agradable la vida.
Había comprendido que mi fuerza no estaba en desear ser lo que no era, sino en aceptar lo que era. Aunque ello me llevase por caminos insospechados, como seguir manteniendo una relación esporádica con Astarita y enamorarme de un chico pusilánime, como Mino. En aquellos días rompí definitivamente con el chófer que era Gino, aunque a través de éste tuve la desgracia de que mi vida se cruzase con un animal como Sonzogno.
Tanto había deseado una vida normal, con un marido e hijos, y he aquí que me llegaba el ofrecimiento con un tipo rudo, agreste, rudimentario... luego la vida te lleva por senderos que nos has calculado y las circunstancias te superan.
La felicidad es tanto mayor cuanto menos la advertimos.
EL DESPRECIO.- 1954.-
No me había casado con una mujer que compartiera y comprendiera mis ideas, mis gustos y mis ambiciones, sino que por el contrario, me había casado con una mecanógrafa inculta y sencilla, que arrastraba a mi parecer, todos los prejuicios y las ambiciones de su clase, y lo había hecho simplemente porque era guapa. Con la primera hubiera podido afrontar las incomodidades de una vida pobre y desordenada, en un estudio o una habitación realquilada, a la espera de los inefables éxitos teatrales; a la segunda, en cambio, había que buscarle la casa de sus sueños. Habría que renunciar quizás para siempre, a mis queridas ambiciones literarias.
Me llamo Riccardo Molteni y mi mujer Emilia.
Ahora escribo guiones de cine para un productor que se llama Battista, tengo que pagar el nuevo piso que compré con ganas de agradar a Emilia, pero las cosas no parecían ir bien entre nosotros y yo tenía muchas dudas de seguir en este negocio.
Así que la situación entre nosotros había cambiado: de una ofensa desconocida se pasaba a una razón clara; tras haberme visto despreciado sin motivo alguno, era yo ahora quien podía despreciar con todo fundamento; y todo el misterio de la conducta de Emilia para conmigo se resolvía de una vulgarísima intriga amorosa.
Nuestras relaciones son como son, no hace falta que hablemos ahora de ellas, pero tú sigues siendo mi mujer y yo, ya te lo he dicho otras veces, acepto este tipo de trabajo sólo por ti... Si tú no existieras, no lo aceptaría...
Cuando la campesina se casa
a quién toca el cordón y a quién el zapato
LA CAMPESINA.- 1957.-
Cuando me casé y dejé mi pueblo para instalarme en Roma, lo di todo por mi marido, cordón y zapato. Tenía la cara redonda y los ojos negros, grandes y penetrantes. Teníamos una tienda de comestibles en el Trastevere y vivíamos en el piso superior, de alquiler; asomándose a la ventana del dormitorio se podía tocar con los dedos el letrero color buey que ponía: pan y pasta.
Las cuatro piezas nos servían para mi marido, Rosetta, nuestra hija y para mí. Se vivía y yo no me quejaba, pese a que mi marido era casi viejo cuando me casé con él y con el paso del tiempo se fue convirtiendo en una cruz. Cuando enfermó gravemente, debo confesarlo, casi sentí un alivio, lo cuidé con amor, pero cuando falleció, me sentí casi feliz. Tenía la tienda, el piso, a mi hija que era un ángel y en verdad, no deseaba más de la vida.
Se me ocurrió pensar que a la gente es menester verla cuando hace las cosas que le interesan.
Luego estalló la guerra y tuvimos que abandonar Roma, con lo que eso implicaba. Los bombardeos constantes parecían que iban a tirar el edificio y con el a nostras. Los víveres escaseaban, por lo que decidí dejarlo todo hasta que esto acabase a un amigo y vecino nuestro, Giovanni. La idea era ir al pueblo de mis padres, pero a lo largo de las semanas y posteriormente, los meses, todo se complicó y tuvimos que quedarnos en la macera, el campo me da menos miedo que Roma, aquí hace sol y se está al aire libre. Luego padecimos lluvias, nubes y durante meses vivimos hacinadas en casa de campesinos.
Rosetta tenía un cuerpo robusto que uno no se hubiese imaginado nunca viendo su cara dulce y delicada,, de ojos grandes, nariz un poco larga y boca carnosa plegada sobre la barbilla que la hacía semejar un poco a una ovejita. Con un pecho no grande pero sí desarrollado, de mujer formada que ya ha sido madre, hinchado y blanco como si hubiese estado lleno de leche, con los pezones oscuros vueltos hacia arriba como para buscar la boca de un bebé que ella hubiese traído al mundo.
La vida con con los campesinos nos trajo el particular cariño de Michelle, era bueno y al mismo tiempo muy duro, un chico muy curioso y que la guerra se lo llevó por delante sin haber estado en el frente. Esas curiosidades que tiene el destino.
Un año después de marchar, ni Rosetta ni yo éramos las mismas cuando por fin al fondo de la llanura extensa, apareció una larga franja de color incierto, entre blanco y amarillo: los suburbios de Roma, y detrás de la franja, dominándola gris sobre el cielo, lejanísima pero clara: la cúpula de San Pedro.
Las contradicciones constituyen el fondo móvil e imprevisible del alma humana.
EL TEDIO.- 1960.-
Pertenecía a una familia muy noble y muy antigua que en el pasado no se había aburrido nunca y manteniendo siempre relaciones directas y concretas con la realidad. Tenía alquilado un estudio en la vía Margutta cuando me fui hace tiempo de la villa vía Appia donde se encontraba mi madre, con la cual sostenía una relación regular. Pintaba, pero una tarde después de haber pasado 8 seguidas en mi estudio, en ocasiones pintado 5 o 10 minutos y otros tirándome en el diván y permaneciendo acostado con los ojos fijos en el techo, me levanté de un salto felino de la poltrona donde me había repantigado, agarré una espátula que hacía servir a veces para rascar los colores, y rasgué la tela que estaba pintando, no quedé satisfecho hasta reducirla a jirones.
Entonces conocí a Cecilia, que posaba para un pintor vecino mío, Balestrieri, de unos 65 años que falleció por aquellos días. Nos hicimos amantes, y ella que me había parecido tan deseable cuando sospechaba que me traicionaba, volvía a ser un objeto insignificante cuando me convencí de lo contrario. Deseaba volver a pintar, a ella claro, con la mirada inserta entre las ingles femeninas: el oscuro triángulo pubiano donde convergen el enigma y el placer.
En realidad, lo que me importaba sobre todo era que viniese todos los días a mi estudio e hiciese el amor conmigo. Amar a Cecilia y pintar no eran 2 hechos dependientes el uno del otro, sino equivalentes y autónomos. Yo era un hombre rico que había querido no serlo; podía ponerme harapos, comer mendrugos y vivir en un tugurio, pero el dinero del que disponía era de mi madre, que era rica, ella, que entre la multitud llenaba sus salones, se volvía indistinguible como un pájaro entre la bandada o un pez en su banco
El sentimiento del tedio nace en mí del absurdo de una realidad insuficiente, incapaz de persuadirme de la propia existencia efectiva.
El voyeur no espía tanto el objeto como su movimiento, es decir, su comportamiento.
EL HOMBRE QUE MIRA.- 1985.-
El rostro de Silvia es un óvalo alargado; tiene ojos grises y mirada fija miope; la nariz larga y estrecha, la boca pequeña, siempre triste y compungida. Aunque sentada sobre mi vientre con el pecho exuberante y sólido que vibra en cuanto ella se mueve, Silvia logra mantener en su rostro una expresión de piedad contemplativa que siempre, desde el comienzo de nuestro amor, me inspiró la sensación de algo ya visto, vivido ya.
Vivo en el piso de mi padre, ese hombre que más que apreciar mi compañía, teme la soledad; ahora se encuentra, después de un accidente, en cama, y pese a nuestra frialdad preestablecida, sobre todo desde que mi madre falleció, ahora creo que al menos soy un buen hijo, cada mañana le llevo el desayuno, los periódicos y le vacío el orinal. Él es una celebridad en el mundo de la física, yo profesor de literatura francesa. También está Silvia, mi mujer, vivimos en el piso aristocrático familiar, en Roma.
Un día ella se marchó, no le faltaban razones, quería una casa " propia "; yo, que siempre fui un contestatario rabioso con el compromiso adquirido en el 68, me había convertido de pronto, con la máxima espontaneidad, en el hijo pródigo arrepentido.
Dodo, porque yo soy Dodo, interrogó a Silvia por qué quiere marcharse, y todo sin dramas ni violencias domésticas de ningún tipo, ella dice que para " reflexionar " y también confiesa que tiene un amante, nada de importancia, todo pasará...
Con el paso de las semanas me convierto en un espía tras los pasos de Silvia y descubro que la persona con la que se ve, es mi padre. Al " espiar " el asunto, me doy cuenta que mi progenitor coloca a Silvia mirando hacía atrás y formando con él un ángulo obtuso; yo, me sitúo encima suyo y a horcajadas, formando con su figura yacente en el lecho un ángulo agudo y poder ver su cara mientras realizamos el coito. Soy víctima de ese contradictorio sentimiento de rechazo que siempre se siente al experimentar el propio erotismo en cuerpo ajeno, pero ésta vez con un agravante; que ahora el otro es mi padre, quien además, representa para mí un compendio de todo lo que yo siempre he negado y condenado.
Alberto Moravia tiene una máxima en su literatura: escribe lo que veas. Sus 6 décadas como creador nos dejan una narrativa próxima a las 40 obras, y en ellas deja claro su voyeurismo y no sólo por su último texto: El Hombre Que Mira; sino expandido en sus trabajos.
Si José Saramago escribe con una idea, un concepto; y sobre eso desarrolla su novela correspondiente; Moravia teje en la observación y el sexo su núcleo creativo. Tal vez la enfermedad que de niño padeció, tuberculosis ósea, le dejó postrado en cama tiempo, con lo cual no pudo llevar una vida escolar normal. Eso le hace observar, tener tiempo para leer, ya que nace en el seno de una familia acomodada y ver el fascismo en su pleno apogeo; ese hecho marcará su narrativa posterior. Su adolescencia transcurre bajo la amenaza negra del autoritarismo.
En sus textos se puede ver claramente la incomunicación de sus escasos protagonistas, y lo ya descrito: el sexo como comunión diaria. Apenas con 18 años escribe Los Indiferentes y no le cuesta mucho desarrollar las formas de vida acomodadas de una familia romana: su mediocridad, su cansancio vital aburguesado de los escasos 4 personajes que componen la trama. Esa desolación, lujuria mal entendida de personajes sosos como Michele que disfraza su abulia de dignidad al observar como Leo se aprovecha de su madre Maria Grazia, esperpéntica es poco y de su hermana Carla, caprichosa y débil.
Alberto Moravia es detallista y puntilloso en sus personajes, el hábitat en el que se desarrollan sus existencias y como todo narrador, no deja de escribir una misma novela cambiando ambientes y dualidades de carácteres, cuestión que va aumentando una vez pasado el periodo de postguerra, las contradicciones constantes que aparecen en el joven Agostino con la llegada de la pubertad y el descubrimiento de la sexualidad de su madre; la vida cotidiana de Adriana y su progenitora en La Romana o Rosetta en La Campesina. Pero esa dualidad al margen del presente sexo en sus textos, se lleva a cabo siempre, sean en marido y mujer como El Desprecio, El Amor Conyugal o La Atención y posteriormente entre padre e hijo en El Hombre Que Mira.
Historias que aparentemente son sencillas, salvo tal vez en La Campesina donde los estragos de la invasión alemana en Italia en la II G.M describe ambientes sofocantes y claustrofóbicos, pero que encierran unos detalles mucho más diáfanos de su apreciación inicial.
Sus obras son un buen repaso a la burguesía romana durante prácticamente todo el siglo XX.
BIBLIOGRAFIA SELECCIONADA
LOS INDIFERENTES.- 1929.-
AGOSTINO.- 1945.-
LA ROMANA.- 1947.-
LA CAMPESINA.- 1957.-
EL TEDIO .- 1960.-
EL HOMBRE QUE MIRA.- 1985,-
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ALBERTO MORAVIA: 28 de Noviembre de 1907 .- Roma ( Italia ).- 26 de Septiembre de 1990.- Roma ( Italia ) .-
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