Imagínense, a mi edad he tenido que aprender a tocar el arpa.

Aquella mañana amaneció nublado, una espesa capa de niebla envolvía la ciudad. Al bajar al metro la ciudadanía descendía y ascendía las escaleras rápido. Las luces eran envoltorios fantasmales, todo de colorines por las próximas fiestas. Se terminó el puente largo, más acueducto que otra cosa, y se reincorporaba al trabajo después de unas mini- vacaiones.
 Casualidades de la vida cuando iba a la oficina divisó por la misma acera que él caminaba a una de sus jefas-dueñas, e instintivamente se subió el cuello del abrigo y bajó la cabeza mientras sus ojos  miraban las puntas de sus zapatos. ¿ Por qué ? Las reacciones nos delatan, no quería ni verla, y era literal.
 No recuerda si ella le vio, el caso es que un par de minutos después se encontró saludando a sus compañeros, los pocos que habían llegado antes que él, se sentó en su silla y encendió el ordenador. Realizó su trabajo durante el resto de la jornada, hasta que antes de las ocho de la tarde le llamaron para que pasase a la sala de reuniones. ¡ Mal asunto !
 Encontrarse con sus dos jefas, además de hermanas, rodeadas de folios y con cara de palo, no le sobresaltó, ya lo había echo su mente unos segundos antes cuando la secretaria le dijo que le siguiera. Su fe en el género humano desapareció hacía tres décadas, pero seguía ahí porque desconocía otra forma de respirar, no era la primera vez, y seguro que tampoco la última, pero no se acostumbraba. Entraba en una jaula y la puerta se cerraba a su espalda y la llave no la tenía él. ¡ Lo despedían ! Y no le sorprendió, tampoco había roto muchos platos, ni era el peor, ni siquiera se sentiría mejor en caso de que fuesen más con él.
 Mientras hablaban, apenas escuchaba. Su mente divagaba por otros senderos. Mientras firmaba se decía cómo lo explicaría en su casa , qué haría ahora con esa edad, esos conocimientos tan escasos que tenía en los tiempos de Internet, con quién competiría a partir de mañana, cuántas colas del Inem soportaría hasta tener todos los papeles en orden, qué haría por las mañanas, por las tardes...
Entró en un mundo que no por conocido le quedaba muy lejos en el tiempo. Madrugar para  ponerse a la cola de un paro interminable sólo para arreglar los papeles y oficalmente estar al amparo del Estado durante varios meses. Su trabajo consistía en buscar trabajo y todo había cambiado tanto en estos años que el periódico no valía y apenas pudo maquillar su currículum con actualizaciones trasnochadas.
 Así pues empezó a tocar el arpa: que consistía en rascar las cuerdas de las academias que tenían cursos para parados con el fin de que cuanto antes empezases a tocar en una nueva banda para que el País funcionase. Tú todavía debías seguir,  no entrabas en ningún plan para que la noria te despidiera y te lanzase fuera de la feria. Pero comprobaste cuan difícil es volver a  encontrar la nota exacta, la digitilización de tus dedos, la armonía de tus manos artríticas con la velocidad de tu mente. Y tocabas, y te diste cuenta enseguida que hasta que todo acabase, y quedaba un largo rato todavía, tocarías en muchas bandas, conocerías a muchos como tú en la misma situación y no te cabría ningún consuelo el pensar que aunque eráis mayoría: mal de muchos consuelo de tontos.

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